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Martes, 16 de Abril del 2024
Saturday, 16 October 2021

Tiempo de violencia (juvenil)

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Tino Mulas Tino Mulas

CLR/Tino Mulas.

¿Juvenil? Tal vez. ¿Pero qué ocurre?

Ocurre que, fin de semana tras fin de semana, los noticiarios y los medios de información en general nos deleitan con escenas protagonizadas por multitudes de descerebrados, casi todos ellos/as en edad de merecer, que se reúnen en fiestones en los que el alcohol y las sustancias de dudosa legalidad constituyen el único nexo de unión… y de diversión. Cuando lo incívico y lo destructivo de estos elementos y su desprecio a los vecinos y a la menor norma de convivencia llegan al clímax, hace acto de presencia la fuerza pública y se arma la batalla campal de cada finde. O las batallas campales, en plural.

 

Cuando las normas contra la pandemia se relajaron también disminuyó la disciplina social que, en un primer momento, fue capaz de detener su expansión. Todos, niños, jóvenes, adultos y mayores, habíamos permanecido encerrados por igual. Es incluso lógico que intentáramos (todos) disfrutar de la relativa libertad a medias recuperada. Pero los jóvenes, aunque no todos, adujeron que ellos habían sufrido más que nadie y, aún sin vacunar, se lanzaron a fiestas y reuniones masivas y hedonistas en las que lo único que importaba era uno mismo, y todo lo demás daba igual. De hecho los expertos son tajantes en este sentido: la quinta ola de la pandemia ha ocurrido por el descontrol entre el sector más joven y sin inmunizar, al que le ha importado muy poco la vida de sus padres, de sus abuelos y de sus conciudadanos en general.

 

¿Por qué? ¿Por qué una juventud (insisto, no toda) que se consideraba sana y solidaria ha rodado por la cuesta del hedonismo como única guía vital y reacciona violentamente contra cualquiera que intente limitar su diversión desbocada? La respuesta es complicada y tiene diversas caras que hay que comprender. La primera de ellas es la pandemia, cuyas consecuencias sobre la juventud han sido más que visibles: problemas sicológicos y siquiátricos, déficit de socialización, estrés, falta de horizonte vital… Todas ellas han empujado a los jóvenes hacia una voluntad irrefrenable de diversión, de querer recuperar el tiempo perdido, aunque de una manera ciertamente excesiva, en la que el desenfreno y la irresponsabilidad son tan evidentes que hacen torcer el gesto a la mayor parte de la sociedad.

 

Pero, ¿y la violencia? No me refiero tan solo a la violencia ejercida contra la policía y los bienes públicos y particulares por jóvenes en estado de embriaguez o drogados (o ambas cosas a la vez), espoleados por profesionales del disturbio. No se trata de la tradicional jactancia juvenil y de la irresponsabilidad de los jóvenes que todos conocemos porque todos, de hecho, hemos pasado por ellas en nuestra juventud. La violencia está extendiéndose en nuestras calles como un reguero de pólvora, protagonizada en la mayor parte de las ocasiones por jóvenes que solventan cualquier problema o situación literalmente a puñetazos. Cuando no se dedican al vandalismo más destructivo.

 

El caso es que todo hecho tiene sus causas. Y me da la impresión de que las causas de esta situación, de las que la pandemia ha sido el detonante, las teníamos entre nosotros antes del confinamiento. Y es que nuestra sociedad no hace planes de futuro. Se cultiva el cortoplacismo, el hedonismo, el yo por encima de todo lo demás. Se busca lo fácil e inmediato y se olvida casi siempre que nuestros derechos están limitados por los derechos de los demás. Así lo comunitario, lo social, son dejados a un lado y sustituidos por lo individual, por lo propio. Todo lo demás es sacrificable a mis propios deseos e intereses. Y esta es la educación que, en lo básico, les damos a nuestros jóvenes. Quizás no con esas palabras, pero sí con el ejemplo diario que nuestra sociedad les muestra.

 

Si a eso le añadimos un exceso de protección y un mimo muchas veces inmoderado nos encontramos ante unos jóvenes (repito: no todos) que, literalmente, carecen de resistencia a la decepción. Son incapaces de soportar la frustración, de aceptar que no siempre se puede obtener lo que uno desea. Y como, lamentablemente, ni la sociedad, ni la familia ni la escuela son capaces de dotar a los jóvenes de una serie de valores que les permitan gestionar la frustración, muchos de ellos reaccionan de manera absolutamente individualista, hedonista e incluso violenta ante cualquier situación que no les agrade. Y si la percepción general que tienen ante la reacción de la sociedad es de tolerancia y permisividad, la violencia se dispara.

 

Repito que hablo en términos generales, no absolutos. Ni muchísimo menos son todos los jóvenes los que protagonizan estos lamentables incidentes. Pero sí una proporción notable y que va en aumento. Por ello es necesaria una reacción de la sociedad no solo para salvaguardar nuestro presente, sino el futuro de los propios jóvenes, quienes serán incapaces de seguir así de crear una sociedad digna y de integrarse en ella. Habría que aumentar la represión contra estos desórdenes, es cierto, pero de esta forma solo se conseguiría un alivio temporal y poco eficaz. Es la sociedad en su conjunto la que debe cambiar para que los jóvenes de ahora, nuestro futuro, no lamenten en unos años carecer de unos valores y formas de vivir que sus mayores, nosotros, no les inculcamos.

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