Los últimos pasos de mi rutina matutina se escurren en los dos últimos minutos que tengo para salir pitando de casa y no llegar tarde. Cada mañana me propongo abandonar un poco antes la calidez que atesoran mis sabanas. Y cada mañana fracaso en el intento, para qué os voy a engañar. Mientras me adapto al cambio brusco de temperatura entre el interior de mi cama y la brisa fría que acompaña las primeras horas del día, observo a la gente caminar hacia arriba y hacia abajo, algunos con más prisas que otros, con el móvil entre las manos o con bolsas de la compra, ajenos a la realidad o lidiando con sus problemas, pero todos caminando, metafóricamente hablando.
A pesar de estos pequeños apuntes, me he dado cuenta de que hay dos tipos de personas, los que van ensimismados con su música y los que, como yo, somos fieles al ruido ambiente. Me temo que los primeros no saben lo que se pierden. Es divertido imaginar qué canción pueden estar escuchando. Aún más lo era cuando frecuentaba el metro y por los auriculares de uno o dos compañeros de vagón se escapaban leves sintonías de la canción más movida del momento, mientras sus caras reflejaban que su estado de ánimo nada tenía que ver con las notas musicales que escuchaban. Además, varias fueron las veces que por no llevar nada en mis orejas más que pendientes, no me pasé de parada.
Estas últimas semanas veo reflejada la figura de los transeúntes del metro que viajan con una música a años luz de su estado de ánimo en muchas de las personas con las que me cruzo por la calle. No sé si solo es una sensación personal o que tengo el objetivo con el que miro el mundo algo sucio, pero a pesar de que las calles vistan con trajes de luces y los escaparates se muestren repletos de motivos navideños, me cuesta encontrar brillo en las miradas. De nuevo, hacer planes parece un deporte de riesgo. Los que están al mando, si es que se puede decir que hay alguien al mando, no dejan de improvisar y la hostelería siempre resulta herida. Es agotador y bajo ningún concepto quiero volver al silencio que envolvía los pasillos de los supermercados cuando ese era el único lugar que se podía visitar.
Entre tanto, pensando en las nuevas medidas restrictivas, una de estas mañanas pasaba por la guardería municipal cuando vi, tras los grandes ventanales del edificio, todo ese brillo en las miradas que andaba buscando. Unos pocos observaban atentos lo que ocurría bajo sus ventanas, mientras el resto de niños correteaban. Me encantaría introducirme en su mundo interior y descubrir cómo nos ven. Más aún me gustaría contagiarme de esa inocencia, de la ilusión y la pasión con la que viven estos días. Mi sobrina de dos años y medio, sin ella saberlo, me ha enseñado más de lo que yo podría haberle enseñado a ella. Conforme crece me aseguro de que quizá para llegar a ese inalcanzable estado hay que dejar un poquito de lado la madurez y volver a la niñez. Yanisse y Paula, quienes dieron voz al gordo de la navidad no solo fueron noticia por ello, el “tía, te quiero un montón” que se dedicaron no dejó indiferente a nadie. Hay que decir más lo que sentimos. Contagiarnos de la espontaneidad de los niños. Doblar las penas y dejarlas en una esquina al hacer la cama. Por lo pronto, yo seguiré intentando robarle un par de minutos más al reloj cuando suena la alarma, que no es poco.
