Se trata de un informe fundamental para nuestra idiosincrasia, ya que el bar es poco menos que nuestra segunda casa. O nuestra segunda oficina. O nuestro diván del sicólogo (léase camarero/a). No en vano cada municipio, salvo contadísimas excepciones, afirma siempre que cuenta con un montón de bares. Pero ¡ay!, no siempre nuestra apreciación personal coincide con la cruda realidad. A nivel nacional son tres capitales castellano-leonesas (León, Salamanca y Zamora) las que copan el podio, con entre 5,03 y 4,14 bares por cada mil habitantes. O lo que es lo mismo, entre 200 y 250 personas por establecimiento.
Pero nuestra capital regional, para disgusto de propios y extraños aficionados al “barismo” (término que me acabo de inventar y que significa poco más o menos afición o gusto por vegetar en uno de estos establecimientos), se encuentra en el furgón de cola de este pelotón, sensiblemente por debajo incluso de la media nacional (2,8) con 1,69 bares por cada mil vecinos. Un desastre hostelero sin paliativos, que dificulta muy mucho encontrar un bar cuando se necesita. Que es siempre.
¿Y a nivel regional? Pues a nivel regional la cosa no cambia demasiado. Murcia capital no levanta cabeza, con esos exiguos números de los que hemos hablado; pero es que el resto de los municipios tampoco mejoran mucho las cifras. Nuestro caballo ganador, Los Alcázares, apenas supera la media nacional con 3,14 bares por cada mil posibles parroquianos. Del resto de los 45 municipios de nuestra Región, ninguno alcanza la media y la mayoría de ellos están incluso por debajo de las cifras de la capital.
Un panorama desolador, que nos aleja evidentemente de la españolidad, de la esencia patria que constituye el bar, ¡qué lugar! ¿Qué nos ocurre? ¿Por qué en Murcia estamos tan alejados de nuestros compatriotas en los usos y costumbres imperantes en el resto del territorio patrio?
Pues no lo sé. Seguro que hay profundas explicaciones sociológicas, o económicas, o socioeconómicas, que den respuesta a este inquietante misterio. Pero hay más. Y es que, llegado el turno investigar el barismo en Cieza, todos nuestros mitos, todas nuestras certidumbres, todo aquello que constituía la base de nuestro orgullo local y de nuestras creencias más íntimas, se derrumba ante los fríos e implacables datos estadísticos. Y es que Cieza, amados convecinos, tiene pocos bares.
Sí, queridas lectoras. Efectivamente, estimados lectores. Tenemos que rendirnos a la evidencia: Cieza tiene pocos bares. Cuarenta y siete, exactamente. ¿Cómo? ¿Que parecen muchos? Pues me temo que no, ya que nuestro “índice barista” (otro término inventado ad hoc por quien esto escribe) es un magro 1,34/1000, menos de la mitad de la media nacional, por debajo incluso de la capital regional y en un modestísimo vigésimo segundo puesto de la clasificación de los 45 municipios de ésta, nuestra Comunidad.
¿Cómo es posible? ¿Qué nos está ocurriendo? ¿No era Cieza una ciudad de bares, adalid destacada en el consumo de cerveza, aficionada al tapeo y al café, al helado y al granizado? ¿Acaso no es Cieza villa de terrazas que inundan nuestras aceras, calzadas y demás lugares de paso? ¿No es Cieza la villa tomada por los ciezanos en las noches de viernes y sábado, ávidos de unos caracoles o unas marineras regadas con buenos butanos, con o sin?
Pues me temo que no. Los números cantan, y son implacables. Seremos grandes consumidores de cerveza, sí, pero me da la impresión de que ese consumo tiene más de casero que de barista. Nuestro gozo en un pozo y nuestros mitos, desmitificados: eso es lo que nos trae la malvada estadística, que nos quita la venda de los ojos para enfrentarnos a la triste realidad: Cieza tiene pocos bares, y de seguir como hasta ahora, se convertirá en terreno yermo para el barismo.
Un sabio amigo mío, cuando se encuentra mal, dice estas juiciosas palabras. “Ay qué malito estoy, llevadme a un bar” Me temo, querido amigo, que tendrás que soportar tu mal sin ayuda, porque bares tenemos pocos. Y hago desde aquí un llamamiento a quien pueda ayudar, a toda la población de nuestra ciudad, a arrimar el hombro para paliar esta triste situación. Porque una ciudad sin bares es como un jardín sin flores, como un colegio sin niños, como un frutero sin melocotones: triste, vacía, sin vida.