España ha triplicado la tasa de incidencia de la pandemia en poco más de una semana: de 50 a más de 150 enfermos por cada 100.000 habitantes. No es un caso aislado; por el contrario, nuestro país es de los que menor incidencia sufren, gracias sobre todo a los elevados porcentajes de vacunación de los que disfrutamos y al cumplimiento más efectivo de las medidas de profilaxis. Aunque hay que imaginar lo que puede ocurrir en otros estados viendo como se relajan estas medidas aquí.
Y es que mucha gente creía que esto estaba ya superado. Algo parecido a lo que ocurrió en el verano de 2020, cuando el confinamiento redujo la incidencia del coronavirus casi a cero. Y a lo que sucedió después: sin vacunas y con unas tasas en alza todo el mundo intentó “salvar la Navidad”, lo que costó más de veinte mil muertos en España y nuevas restricciones al acabar las fiestas.
Si lo pensáis fríamente, queridos lectores y lectoras, se repite la historia. Es cierto que ahora tenemos una masa de población importantísima vacunada, y precisamente este hecho es el que marca la diferencia entre lo que ocurrió el año pasado y lo que puede ocurrir este. Porque en las pasadas Navidades nadie estaba vacunado, ya que la inmunización masiva aún no había comenzado. Por el contrario, en la actualidad la población vacunada sustrae del contagio, o del contagio grave, a una importantísima proporción de la ciudadanía. De hecho el aumento de casos y de muertes se está cebando casi en exclusiva en las personas no vacunadas. Y aquí reside el problema, en el núcleo duro de negacionistas y antivacunas que rechazan inmunizarse contra el virus.
Lo hacen sin absolutamente ningún respaldo científico. Se niegan a vacunarse por razones completamente peregrinas, o sin ninguna razón. Literalmente porque sí, por su santa voluntad. Lo cual supone un peligro no solo para ellos, sino también para los suyos y para el resto de la población. En este momento la inmensa mayoría de personas ingresadas en los hospitales por COVID no ha recibido ninguna dosis de la vacuna, y la proporción es mayor aún entre quienes se debaten entre la vida y la muerte en las UCIS. Son además estos enfermos no vacunados, con sus grandes cargas virales, quienes contagian a los vacunados, aunque estos estén preparados para rechazar al virus y sufran mucho menos sus consecuencias.
La ola de los no vacunados: así llaman los expertos a este nuevo embate de la COVID-19 que está causando estragos en la mayor parte de Europa, donde la eliminación de las restricciones y las medidas de seguridad y los porcentajes ciertamente bajos de vacunación están haciendo circular el virus como en ningún momento anterior de la pandemia. Toda Centroeuropa es pasto ahora mismo del coronavirus, alcanzándose las mayores tasas de contagio y enfermedad desde que se inició esta. Hasta la tradicionalmente eficiente Alemania confiesa que se encuentra en la peor situación que ha vivido en este último año y medio. Y por todas partes es igual; las autoridades afirman de modo unánime que hay dos culpables de este desastre, que no son otros que los no vacunados y la relajación de las medidas de profilaxis.
Y están actuando en consecuencia, ante la peligrosa cercanía de la Navidad. Algunos países han tomado ya decisiones drásticas, como volver al confinamiento y plantearse la obligatoriedad de la vacunación. Esta segunda medida es la que más aconsejan los expertos, aunque es rechazada por algunos sectores políticos, en especial por los de extrema derecha, en su mayoría negacionistas y antivacunas. Pero la negativa a vacunarse provoca muertos, y no solo entre los antivacunas y los negacionistas. Podría tildarse, sin exageraciones, de una actitud contraria a la seguridad colectiva y que pone en peligro tanto las vidas de la población en general como la economía y la libertad real (no la de rechazar las vacunas) de todos los ciudadanos. Y además, el rechazo a la vacuna es fruto de una decisión propia y consciente, por lo que quienes lo hacen deberían asumir también sus consecuencias. Como decía hace unos días un experto epidemiólogo, quienes se niegan a vacunarse deberían también aceptar que se les excluya de los eventos multitudinarios, del disfrute de la hostelería, de los espectáculos, de todos aquellos acontecimientos en los que haya concentración de personas. Deberían también, según este epidemiólogo (y muchos otros) pagar, si caen enfermos, por la asistencia sanitaria que reciban y por sus bajas por enfermedad. Porque, insistió, todo lo que pueda ocurrirle a un ciudadano que no se vacune porque se niegue a ello es únicamente de su responsabilidad, y debe cargar con las consecuencias de su propia decisión.
Yo, por mi parte, coincido plenamente con este epidemiólogo. Y más viendo como en nuestra ciudad, por ejemplo, hemos pasado de no tener ningún caso declarado a sufrir más de cincuenta casos activos a la hora de escribir este artículo. Y esto va a peor. Así que, si no cambia la tendencia, habrá que tomar medidas drásticas, modificando la ley si es necesario, para obligar a todo el mundo a vacunarse y aislar a quienes no lo hagan.
Sencillamente por el bien de toda la población. Incluidos ellos y ellas.