Pero todo esto da igual. Porque mientras escribo esta columna no tengo que hacer otra cosa más que disfrutar de unas horas, unos días, de quietud, de sosiego. Puedo oír las olas romper porque tengo tiempo para oírlas, puedo prestarles atención. Puedo disfrutar con mi esposa en la piscina o en la playa porque tengo tiempo para hacerlo. Poco, pero lo tengo. Puedo, incluso, ver corretear a los niños por la playa, a los jóvenes zambullirse temerariamente, a los mayores vigilar a jóvenes y niños y hablar de sus cosas mientras se dan un chapuzón, a los abuelos pasearse por la arena y rememorar tiempos mejores y playas menos bulliciosas...
Y luego está el mar. A quienes viven junto a él o de él, el mar les parecerá hermoso, terrible, aburrido incluso, pero siempre estará con ellos. A quienes nacimos junto a él y después tuvimos que dejarlo siempre nos vuelve la nostalgia de su sonido, de su grandeza, de su quietud a veces. Siempre lo echamos de menos, tal vez porque ya no lo tenemos, pero siempre lo añoramos.
Porque el mar no es solo agua. No solo son olas, baños, vacaciones, disfrute. El mar es vida, aunque también muerte. El mar es vía por la que corren las ideas, las civilizaciones, y a veces invasiones y desastres. El mar es fuente de recursos, aunque lo utilicemos también de letrina y basurero. Sin el mar la humanidad estaría todavía dividida y atrasada; no es que hayamos mejorado mucho, pero el mar nos ha unido más de lo que suponemos, y en especial algunos como este que tengo ante mis ojos: nuestro Mediterráneo, nuestro mar interior, el Mare Nostrum, por el que pueblos y civilizaciones circularon y nos dieron la posibilidad de avanzar un paso más en la odisea que nos alejó de la barbarie, aunque en ocasiones también la barbarie llegase desde el mar.
Y ahí está. Azul casi siempre, con su rumor infinito. Tan relajante que, yo al menos, puedo pasarme minutos, horas, mirándolo. Y, si cierras los ojos, escuchando las viejas historias de monstruos y navegantes, de piratas y descubridores, de exploradores y pescadores, de comerciantes y de emigrantes que lo recorrieron de un lado a otro, a veces con suerte, otras sin ella, que las olas nos cuentan al romper en la playa. Historias susurradas de gentes que ataron su destino al mar, ese mar que contemplo siempre que puedo. Ese mar que seda mi espíritu, que me tranquiliza, que me ofrece un segundo de paz para cimentar un año de trabajo.
Pero, como siempre ocurre, lo bueno es poco duradero. Dentro de unos días perderé de vista el mar, la tranquilidad, el susurro o incluso el bramido de las olas. Perderé de vista a los bañistas, a los domingueros, a quienes desean disfrutar del mar tanto como yo. Aunque sea de otra forma, distinta. Y tardaré en volver a verlo, porque antes está la obligación que la devoción. Y contaré los días, las horas, hasta que el mar y yo volvamos a encontrarnos. Porque el mar seguirá ahí, incluso cuando yo ya no esté, aunque la vivencia de nuestro encuentro nunca se perderá, seguirá siempre en el éter de la existencia.
Mientras tanto, el viejo faro sigue iluminando el camino a los navegantes y vigilando que el mar, azul y magnífico, siga reinando en nuestro mundo.