Para que (paradójicamente desde su humilde y natural condición perruna) dé un ejemplo de dignidad, buena educación y parlamentaria cortesía, frente a la ruidosa e impresentable manada, también perruna en su peor acepción, diríase en propiedad más bien jauría, que ha convertido en perrera de ladridos estridentes, destemplados y horrísonos lo que siempre debiera haber sido, y ser, templo de la democracia, el Parlamento Español, cuyos dos leones que flanquean la entrada deben estar abochornados y sin salir de su asombro ante el espectáculo que se está ofreciendo a España y al mundo, y eso que pienso que aún no hemos visto nada para lo que ha de venir, que será peor, porque lo peor está aún por llegar, y si no al tiempo. Las penosas circunstancias actuales han acabado de convencerme de la gran verdad que encierra la frase de Voltaire de que “la política es el camino para que los hombres sin principios puedan dirigir a los hombres sin memoria”. Y ahí queda eso.
Me dice así Cipión en un comentario que titula “La peligrosa disciplina de partido”: “he llegado a la conclusión de que la política es demasiado seria como para dejarla en manos de los políticos”, se lamentaba hace 75 años Charles de Gaulle, primer ministro de Francia entre 1944 y 1946, ante lo que ya por aquellas lejanas fechas veía en algunos especímenes humanos. A diferencia de lo que uno pudiera pensar, y citando textualmente a Giulio Andreotti, presidente del Consejo de Ministros en Italia entre 1972 y 1973, “no desgasta el poder, lo que desgasta es no tenerlo”, por lo que puede que sea esa la razón última de la atracción fatal que ejerce sobre algunos individuos la política. Porque, a fin de cuentas, como acertadamente señalara Edmond Thaudière, escritor y filósofo francés, “la política es el arte de disfrazar de interés general el interés particular”, algo por lo demás muy humano. En la misma línea se expresaba el escritor y periodista francés Luis Dumur, cuando decía muy acertadamente que “la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos”. Aunque la decisión del pueblo siempre es soberana y, a veces, impredecible, los partidos se han ido dotando a través de los tiempos de mecanismos correctores que impidan sorpresas internas, como la de que un diputado de un partido pueda ejercer su voto libremente, ardid que se conoce con el nombre de “disciplina de partido”. El incumplimiento acarrea sanciones, como la expulsión del partido o la pérdida de su condición de diputado. Pero, si se piensa con detenimiento, ¿habrá mayor aberración democrática que la de sancionar a un representante que ha sido elegido por el pueblo sólo porque no esté de acuerdo con la decisión que ha tomado su partido? Pues esta aparente contradicción probablemente sea debida, como decía Konrad Adenauer, primer canciller de la República Federal de Alemania y uno de los padres de Europa, a que “en política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”, aunque escape a todo sentido común e incluso atente contra el mayoritario bien común. La idea de una disciplina puede conducir a la entronización del pensamiento único, tan peligroso en las sociedades democráticas. Así, en un Congreso constituido por 350 diputados, en realidad sus miembros sólo representan a 16 voces autorizadas, las de los líderes de los partidos políticos representados. Entonces cabría preguntarse por qué pagar tanto sueldo inútilmente. En la democracia más avanzada del mundo, los Estados Unidos, el Partido Demócrata y el Partido Republicano gozan de una laxa disciplina de partido, por lo que sus integrantes llegan a votar frecuentemente en contra de su partido. En el otro extremo están los regímenes comunistas. El Juramento de Admisión del Partido Comunista de China es uno de los ejemplos más representativos de la férrea disciplina de partido. El miembro del partido tiene que proclamar solemnemente, y cumplir escrupulosamente, el juramento, que dice: “tengo el deseo de unirme al Partido Comunista de China, defender el programa del Partido, observar las disposiciones de la Constitución del Partido, cumplir con los deberes de un miembro del Partido, cumplir las decisiones del Partido, observar estrictamente la disciplina del Partido, guardar los secretos del Partido, ser leal al Partido, trabajar duro, luchar por el comunismo a lo largo de mi vida, estar listo en todo momento para sacrificar todo por el Partido y el pueblo, y nunca traicionar al Partido”. Es llamativo el paralelismo entre este juramento de nuestros días y el que ejercieron millones de alemanes en 1936 en vísperas de la Segunda Guerra Mundial: “juro por Dios que debo obediencia incondicional al líder del imperio y pueblo alemán, Adolf Hitler, comandante supremo de la Whermacht, y que como un valiente soldado, estaré preparado en cada momento para defender este juramento con mi vida”. Los pactos contra natura, como el acordado en el Ayuntamiento de Cartagena, en 2019, por ediles de un partido de derechas con otro de izquierdas, están fuertemente castigados en nuestro país, porque a algunos partidos les interesa mantener vivas las dos Españas que salieron de la contienda civil, herida que todavía no se ha cerrado y que nunca llegará a hacerlo del todo, porque los políticos se valen de los sentimientos de la gente para conducirlos hacia su particular órbita de influencia demagógica. El incumplimiento de lo que dicta el partido se demoniza con la expresión “transfuguismo”. Quizá necesitemos un mayor número de transfuguistas, como la única diputada de Coalición Canaria que, en contra de lo que le dictó su partido, dio su voto negativo a la investidura del candidato a presidente del Gobierno de la Nación por “arrodillarse ante el secesionismo” y pactar “con quienes quieren destruir España”, para impedir que un redivivo Frente Popular como el que se formó en 1936, adobado para más inri con las excrecencias nacionalistas, se geste de nuevo y desate una nueva Guerra Civil Española.
Amén, querido Cipión. Sólo una cita para terminar y para estar a tono y a la altura de tu erudita y bien documentada disertación. Es una cita del final de la novela de Giuseppe di Lampedusa en su novela “El Gatopardo”. Dice así: “el riesgo de descender al abismo es que se puede llegar al infierno”. Sin cabeza, de cabeza, en caída libre…camino de eso vamos…