Habrán sido hasta la fecha cerca de 1.300 artículos en los que, de manera más o menos explícita y hasta, frecuentemente, impúdica, sin vergüenza ninguna (que eso se queda-la vergüenza- para no robar y no matar, como decía mi santa madre), y sea cual fuere el tema elegido, el protagonista siempre acabo siendo yo (el último que me lo dijo, que no el único, fue Conrado Navalón, y qué razón tienes, amigo). Lo reconozco y no me arrepiento, aunque sí que lamento (y me excuso por ello) la matraca que a quienes me siguen les he dado con mis cuitas y las de los míos, tan irrelevantes, banales y prosaicas casi siempre, aunque yo he intentado conferirles la categoría de emocionantes epopeyas de la vida cotidiana de cualquier hijo de vecino. Perfectamente compartibles, creo, aunque, por otra parte, hay que decir que ustedes siempre tuvieron libertad para no leerme.
Así que, desde aquí les conté (afortunadamente pude contarlo), mi hemorragia cerebral subaracnoidea, dijeron los médicos que benigna, que me puso al borde del adiós definitivo a la vida, y de la que en año y medio desde su ocurrencia no he vuelto a tener noticia, ni tenerla deseo, ¡madre mía, qué mal que lo pasé!. Aquí les conté también mi desgraciada, tontísima y traumática fractura de húmero, cuyas consecuencias aún padezco y que me obligó a someterme a la primera intervención quirúrgica con anestesia general de toda mi vida. Fue a finales de Abril, hace poco más de cinco meses. Ahora, en apenas año y medio, y cuando aún colea la rehabilitación de mi brazo (el derecho, para más señas), me sobreviene otra operación, de nuevo con anestesia general, una colecistectomía (¡vaya nombrecito!, pero el caso es que no me privo de nada…) para quitarme la vesícula biliar, ya que una ecografía abdominal ha acabado por descubrirme que tenía en ella alojada una buena colección de incordiantes y molestísimos cálculos o piedras de colesterol, circunstancia responsable de los frecuentes dolores abdominales que venía sufriendo de un tiempo a esta parte, sobre todo tras la ingesta de cerveza u otras bebidas espumosas, o de grasas, incluso las vegetales. Aún recuerdo el irónico, guasón y regocijado tonillo con el que la doctora que me realizó la ecografía saludó el descubrimiento del “tesoro” escondido en mi vesícula y la constatación displicente del hallazgo por parte de mi médico de cabecera, Pascual Muñoz Campos, cuando corroboró el diagnóstico y aconsejó operación y cirujano, el murciano Antonio Ballester Moreno, subrayando la improcedencia, por estéril e ineficaz, de cualquier otro tratamiento para solucionar el problema que no fuera el quirúrgico. Cirujano, por cierto, que ya operó de lo mismo, a entera satisfacción, a mi señor hermano, que también me recomendó la operación –y al cirujano- porque, según él, me dejaría como nuevo y en condiciones de volver a disfrutar de los sabores de la vida, y porque él parece decidido a prescindir de todo órgano o peso no esencial para la supervivencia y vivir plenamente la vida todo lo ligero de equipaje anatómico que sea posible.
Y en esas estoy, en vísperas de dejar inerme mi cuerpo serrano en manos de profesionales, perdido completamente autocontrol y autonomía (como la acabará perdiendo Cataluña), contándoles mis interioridades porque podrían ser las de ustedes (porque esto mío le pasa a bastante gente, no vayan a creer que soy yo solo), buceando en mí como habrá hecho el laparoscopio en mi vesícula biliar y por otros íntimos, delicados y hasta la fecha inexplorados aledaños viscerales, este jueves, 19 de Octubre, en alucinante viaje por buena parte de mi abdomen, guiado por las manos expertas y avezadas (que espero y confío lo sigan siendo, no la vaya a pifiar ahora) del cirujano Antonio Ballester Moreno. Todo el mundo me dice que es operación sencilla y que no reviste riesgos importantes, pero soy yo (no todo el mundo) el que va a estar dormido sobre la mesa y seguro que ustedes me comprenden si les digo que estoy, literalmente, cagadito de miedo.
Ya me advirtieron de que todo esto me podría ocurrir si me jubilaba, y yo, que en cuarenta años nunca tuve una baja, llevo año y medio de peregrinación por consultorios médicos, clínicas y, lo que es peor, hasta quirófanos, en lo que parece una venganza de la vida activa por decidir abandonarla prematuramente. Ya van tres contratiempos importantes de salud en apenas año y medio, algo que ha llevado al sierpero (de La Sierpe y el Laúd) Ángel Almela, a advertirme admonitoriamente con el dedo mientras me dice, “Bartolo, para ya, ¡para!, deja ya de darnos sustos”…porque últimamente parezco decidido a matarme aunque sea a coscorrones. Y el caso es que esta última, la de la vesícula biliar, es una dolencia estadísticamente más femenina que masculina, lo que me confirma en la idea de que mi destino –a tono con los deseos de mi padre- habría sido ser una Lolita (como mi querida prima hermana de la que mi padre estaba prendado y a la que quería con locura). Puede ser que alguna extraña y mistérica impregnación viajara de la esfera del querer a la del ser hasta configurar mi propia estructura molecular y naturaleza psicofísica y acentuó mi lado femenino, no en lo superficial y aparente, pero sí en lo profundo y ateniente a las vísceras. Por eso ahora va y me sobreviene una enfermedad que es de mujeres y es de hombres, pero que es más de ellas que de nosotros.
En fin…después del sueñecillo (que no quiero todavía eterno), espero encontrarme con ustedes la semana que viene frente a un nuevo artículo, conmigo de protagonista o de protagonisto. Quizá les hable, si lo recuerdo, de cómo ha transcurrido el sueño. Quizá, al despertar, el problema de Cataluña se habrá desvanecido como por ensalmo. Quizá. Pero mientras, hoy, soy un niño…soy un niño y tengo miedo…