Todo llanito, sin ninguna dificultad, ni exigencia de sobreesfuerzo alguno, no vayan a producirse cardíacos resquemores o sobresaltos. Últimamente me he acostumbrado a acabar el recorrido a la vera del colegio “José Marín”, conocido desde siempre como “El Fatego” (de ahí el título que vuelvo a ponerle a esta segunda entrega), y desde allí suelo añadir un meritorio y esforzado epílogo, una especie de “bonus track” que le regalo a mi cuerpo, o con el que lo castigo, con la subida de la cuesta de Cosme, junto al inverosímil (por la disparatada ubicación que se le ocurrió en su día a algún “cráneo previlegiado”) Centro de Salud Cieza Oeste, allá en lo que antaño fue “Huerto de Jordán”, y que más le habría valido seguir siéndolo (huerto, digo). El otro día me encontré con una antigua conocida, de edad a la par de la mía- 67 años bien cumplidos, y que sean muchos más, vecina, y yo que los vea- casi sin respiración, ya culminada la cuestecica, y a pesar de ella viva aún gracias a Dios. Adiós, vecina…vaya usted con Dios…adiós, adiós…que vaya cuestecica, axfisiaica entera voy, oiga, y sin resuello…
En una especie de pequeño parque infantil, a esa hora (diez y media u once de la mañana) lógicamente sin niños y sólo con dos o tres personas mayores paseando la tediosa servidumbre de sus respectivas mascotas con el decorado de fondo del cerro del Castillo y la Atalaya, flanqueada en la parte derecha del encuadre por dos altísimos cipreses que crecen, junto a otros más pequeños en el patio del colegio, y que, impasibles, ven pasar la vida cotidiana que transcurre diez metros más abajo de sus copas. Allí –decía- descanso y tomo el sol un rato antes de dar por terminada la andariega jornada.
Hoy he vuelto a hacerme un recorrido completo del Paseo Ribereño, desde el puente del Argaz, hasta la pasarela de la presa, siempre río arriba por la margen izquierda del río, por el paseo de los perros ocasionalmente incordiantes, ladradores e incluso alguna que otra vez mordedores, es decir, la parte menos urbanizada y más agreste del Paseo. Es lo que vengo haciendo, casi diariamente, los últimos ocho o diez meses, de buena mañana, en reconfortantes, intensos, peripatéticos y placenteros coloquios conmigo mismo a la manera machadiana. Paseos en los que suelen venirme a la cabeza breves textos literarios que –con permiso del Alzheimer- se han fijado en mi memoria de manera indeleble, como aquel de Pío Baroja, el genial y descreído novelista vasco, titulado “Elogio de los viejos caballos del tiovivo”, que de manera rítmica y sentida subraya la imposibilidad para los seres humanos de llegar a ninguna parte y la estructura finita, circular y cerrada de todos los universos y del Universo mismo todo: ¡Oh nobles caballos! ¡Amables y honrados caballos! Os quieren los chicos, las niñeras, los soldados. ¿Quién puede aborreceros, si bajo el manto de vuestra fiereza se esconde vuestro buen corazón? Allí donde vais reina la alegría. Cuando aparecéis por los pueblos formados en círculo, colgando por una barra del chirriante aparato, todo el mundo sonríe, todo el mundo se regocija. Y, sin embargo, vuestro sino es cruel; cruel, porque lo mismo que los hombres, corréis, corréis desesperadamente y sin descanso, y lo mismo que los hombres corréis sin objeto y sin fin…
“A mí dadme los viejos, los viejos caballos del tiovivo.”
Así que, no se cansen, amigos. Circulen. Dense vueltas. Denle vueltas al tiovivo de la vida. Devánense los sesos si quieren cavilando esto, lo otro y lo de más allá. Dará lo mismo, porque este es su ciclo y no hay salida, no hay escape posible. El círculo se ha cerrado, y como el del circuito del Paseo Ribereño, en España nos hemos instalado en un bucle fatídico en el que las circunstancias y los astros se han conjurado de manera tal y de tal manera que estamos condenados a tener que aguantar a Pedro Sánchez Castejón como presidente del Gobierno durante, al menos, una legislatura más, completa. Ese es mi pronóstico para las próximas y ya muy cercanas elecciones generales, ¡¡¡qué horror de país!!!