Aún es de noche y una luna llena inmensa ilumina como un sol crepuscular y agónico un paisaje urbano y rural de pesadilla (o eso me parece a mí), dividido en dos mitades. La primera de ellas, empezando por arriba, está ocupada por el farolón brillante de la Luna, situada a la derecha del gran monte en ruina y demolición permanentes (que sin embargo nos enterrará a todos) de la Atalaya y el Castillo, de un tiempo para acá parece que exótica reserva natural por donde corren el lince ibérico (que bien pudiera).y hasta el tigre, el leopardo y la pantera, en lo que pareció desde un principio simpática e inofensiva serpiente de verano, que obligó no obstante a un minucioso vuelo exploratorio -por si acaso- del helicóptero de la Comunidad Autónoma, sin obtener, que yo sepa, hasta ahora mismo, resultado positivo alguno en lo que se refiere a localización de los fieros animalicos, que allá andarán, o no (lo más probable) por esos montes, triscando inocentes esparto, lavanda y romero, ajenos al revuelo levantado por su fantasmagórica y -ya digo- improbable presencia en nuestros lares. En la mitad inferior de la imagen que tengo ante mí, el anárquico e irregular conglomerado de casas amontonadas que constituye Cieza, mi pueblo y el de mi reciente nuevo amigo, por obra y gracia de la escritura, Ramón Ruiz García…que es el asunto que hoy nos debe ocupar, porque resulta que Ramón ha escrito y publicado su libro, un libro honrado -surgido de su magín y sus vivencias- que no engaña a nadie porque lo que contiene es lo que dice literalmente el título “Recuerdos de mi vida”, que por cierto deben ser muchos, lo son de hecho, como corresponde a una vida larga, y llena de buenas obras, de un hombre bueno y de un hombre de provecho como antes se decía, y no un aprovechado como tantos que proliferan ahora.
Así, “Recuerdos de mi vida”, publicación que se ha costeado el propio autor, en edición prologada desde el respeto y el cariño por sus hijos Pepa y Ramón, es epopeya barojiana, porque hay intensa, extensa y variada peripecia argumental (ochenta y nueve años dan de sí para mucho), de la permanente lucha por la vida de un ciezano íntegro y cabal, que no quería despedirse de esta larga etapa suya sobre la Tierra, sin dejar constancia y memoria de que ha vivido y ha sufrido y de que está modestamente orgulloso del balance hasta el momento del camino recorrido. Curiosamente, Ramón Ruiz nació también, como yo, un 15 de Mayo, claro que de 1932, o sea, diecinueve años antes que yo, que ya quisiera yo llegar a su edad en las condiciones de vitalidad y de salud que él aparenta.
“Mi niñez fue muy dura, lo mismo que la de mis hermanos, porque, aun siendo algo mayores, la miseria en aquellos tiempos era igual para todos (…) cuando nos sentábamos en la mesa y mi madre repartía lo poco que había, nos mirábamos de reojo porque creías que tú tenías menos que tus hermanos y el hambre te hacía ser envidioso”.
Leer las páginas de este libro supone todavía, para muchos lectores de más de sesenta años, hacer un emocionante ejercicio de identificación personal con muchas de las realidades rememoradas por el autor, que, con pulso narrativo suelto, firme y seguro, va recreando lugares, ambientes, situaciones y costumbres ciezanas, con una prosa de calidades literarias, siquiera ocasionalmente, nada desdeñables, y deliciosas resonancias próximas a las de la mejor picaresca, con un lenguaje jugoso, espontáneo, directo y fresco: “Lo primero que pensé fue comer algo, porque desde la noche antes ¡no me digas!, aunque estaba acostumbrado. Me paré donde no me viera nadie y saqué una peseta, compré dos reales de cacahuetes , me los puse en el otro bolsillo y con una mano me los iba comiendo, uno con cáscara y otro pelado para que me llenara más el estómago y la otra mano quieta en el bolsillo y bien prieta…en aquellos momentos me creía el rey del mundo”. Otra analogía con la picaresca, con el hambre como motivación y fuerza motriz principal de actuación.
Nos cuenta Ramón experiencias importantes en su vida como la de su humildísima Primera Comunión, que, sin embargo, dice, le dejó huella, porque él, a sus ochenta y nueve años sigue comulgando cada vez que puede, y se centra después en el relato azaroso, incierto, y no pocas veces peligroso, del que fue su oficio principal en la vida como conductor de camiones para la distribución de fruta en diferentes empresas como la muy conocida de Guirao Hermanos en el Camino de Madrid. Ramón Ruiz García hace peripecia y novela de lo cotidiano, que no por cotidiano menos dramático, en una novelita autobiográfica, la novela de su vida, que se ajusta estrictamente al significado de la palabra “novela”, “nueva” o “noticia” en italiano, en este caso de la vida y milagros (el principal, sobrevivir) de este ciezano de a pie, admirable por tantas cosas y ahora también por este empeño proustiano de echar la vista atrás y revivir el tiempo pasado haciendo partícipe al mundo de lo que fue una experiencia de vida irrepetible, pero que, como humana, sólo humana, demasiado humana, estuvo siempre vinculada a las circunstancias, y también, claro, por humana y terrenal, cíclica, recurrente y concomitante.
Son las siete de la mañana y mi habitación está ya más que ventilada. De haber entrado coronavirus, con toda su cohorte de variantes, la corriente los habrá aventado. La Luna ha dejado paso a un Sol que apenas puede abrirse paso entre deshilachadas nubes ajironadas que anuncian la posterior, segura e insufrible calima agosteña. Ramón Ruiz García se juntará probablemente a media mañana con sus amigos y compañeros jubilados en el Nuevo Azul y Menta, en la ciezana calle Ello. Larga vida todavía a quien, como diría mi nieta, ha querido entregarnos el relato de su vida larga en una novelita corta. Chapó, Ramón. Felicidades y escribe otra, que aún te queda cuerda. Seguro.