Que muera una persona es en cada caso una tragedia sin solución, y debemos siempre, por todos los medios, intentar que estas tragedias no se produzcan. Pero en ocasiones no resulta fácil. Veamos por qué.
La cifra de ahogados en España hasta el 16 de agosto era de 339 personas, superando ampliamente a la de todo el 2016. Y lo malo es que con toda probabilidad no hará sino aumentar de aquí a finales del presente año, pulverizando las cifras de años anteriores. En realidad no pasa día de este verano sin que los informativos de los diferentes medios de comunicación se hagan eco de alguna tragedia o de algún rescate in extremis. Y los datos hablan por sí solos: el 90% de los ahogamientos se producen en espacios sin vigilancia. Lo cual es más que revelador.
Imprudencia es la palabra clave en muchas de estas tragedias. Aunque estoy seguro de que muchas personas echarán la culpa a la Administración por no disponer medios para estas zonas de baño no vigiladas, cuando nos metemos en el agua hay que seguir unas normas mínimas y lógicas de prudencia, por nuestro propio interés. En muchos casos habrá sido difícil o imposible prevenir el accidente, ya que no es ni mucho menos raro que alguien sufra un infarto o cualquier tipo de desfallecimiento que puede provocar su ahogamiento aunque haya tomado todo tipo de precauciones, e incluso aunque haya equipos de socorro y emergencia en su lugar de baño.
Pero estos casos son minoría entre la avalancha de ahogamientos de este verano. Las imprudencias, el exceso de confianza, están detrás de la mayor parte de estas tragedias, muchas de ellas evitables. Es curioso que los mayores porcentajes de ahogamientos se producen entre hombres adultos de más de 35 años; es decir, entre personas que ya han alcanzado la madurez y a quienes se les supone fuerza física y capacidad de análisis suficiente para saber dónde puede estar el límite entre una agradable día de playa y una tragedia que suponga el fin de su existencia. Pero en demasiadas ocasiones uno se crece y piensa que los carteles avisando del peligro son para los demás. O que aquella roca que se ve en la distancia es fácilmente alcanzable, aunque haya corrientes y olas. O que lo de la bandera roja es para los tontos, y yo me baño primero porque me da la gana, segundo porque nado mejor que un delfín (o eso creo yo) y tercero porque el socorrista, si es que lo hay, no es nadie para decirme a mí lo que tengo o no tengo que hacer.
Y si todo ello viene aderezado con unas cervezas de más o una exposición al sol excesiva, pues resulta fácil imaginar el resultado. Yo personalmente, y supongo que vosotros, queridos lectoras y lectores, también, he sido testigo de cómo la gente se juega la vida de la manera más estúpida posible. He visto cómo madres con niños pequeños, haciendo caso omiso de las banderas e indicaciones de los socorristas, se metían alegremente en un mar embravecido e inmediatamente se veían en dificultades y tenían que ser salvadas por los mismos socorristas a los que un momento antes ignoraban. He visto también parejas de ancianos que han tenido la osadía de meterse en el agua entre rocas con bandera roja y han tenido que ser auxiliadas por otros bañistas que han puesto en riesgo sus propias vidas. Y también he tenido ocasión de encontrarme con hombres adultos que parecen quedarse sordos en cuanto se meten en el agua, y no oyen los repetidos pitidos de los socorristas que les llaman para que salgan del mar. Y así un montón de imprudencias más que a veces te hacen pensar en el poco apego que alguna gente le tiene a la vida. Y no sólo a la suya propia, sino también a la de aquéllos que después tendrán que jugarse la suya para salvarles.
Por no hablar de lo que ocurre en nuestros ríos, pantanos, piscinas o charcas, en donde no sólo no hay vigilancia ni carteles de advertencia, sino que están en nuestros dominios, en nuestros campos, en nuestros pueblos. E incluso aunque haya carteles advirtiendo del peligro. Y si no, que se lo digan a quienes pasean (paseamos) por el Paseo Ribereño y vemos cómo muchos chicos y chicas, de manera absolutamente inconsciente y, permítaseme decirlo, estúpida, se lanzan de cabeza al río junto a los carteles en los que reza: “Prohibido zambullirse. Peligro de lesiones”. Y si, desgraciadamente, alguna desgracia sucede, los afectados intentarán culpar a quien sea, y nunca se responsabilizarán de su propia inconsciencia.
Aunque la culpa de su desgracia sea única y exclusivamente suya.