De los once candidatos que se presentan, cuatro tienen posibilidades de pasar a la segunda vuelta: el derechista Fillon, el centrista-liberal Macron, la ultraderechista Le Pen y el izquierdista Mélenchon. Pero curiosamente la campaña de estos candidatos ha girado menos alrededor de la hipotética crisis del modelo social y económico francés que de la cuestión del terrorismo islamista radical.
No es de extrañar, dados los atentados que se vienen produciendo en Francia en estos últimos meses. Lo que sí es de extrañar es que un pueblo como el francés, uno de los más cultos y formados del mundo, y unos políticos como los galos, que hasta no hace mucho pasaban por ser más responsables y profesionales que los de otros lares (mirémonos el ombligo), hayan caído en la burda trampa de los yihadistas. Que es la misma que la de los ultraderechistas.
Ni los yihadistas ni los ultraderechistas ofrecen nada de positivo a sus pueblos. Los yihadistas tienen las manos llenas de sangre, y sólo aspiran a manchárselas aún más y a imponer su credo increíble a todo el mundo. Los ultraderechistas nunca podrían vencer en unas elecciones por sí solos, máxime en un país que inventó el sistema político actual de libertades civiles y que lo extendió por el mundo. Ambos grupos se odian en teoría, pero en la realidad se alimentan entre sí. Los yihadistas cometen un atentado; Le Pen y los suyos claman contra la inmigración y la Unión Europea, y alimentan el resentimiento y el odio contra los musulmanes en general, que no olvidemos que son las principales víctimas de los yihadistas. Éstos consiguen así más argumentos para conseguir adeptos. Este odio y la exclusión generan más radicalismo entre los jóvenes musulmanes franceses, que cometen nuevos atentados, lo cual beneficia a la ultraderecha; la imagen de Le Pen en un debate aprovechando la noticia de un atentado para hacer campaña no sólo es vergonzosa, sino sintomática. Ambos, incapaces de hacer nada positivo por sus pueblos, siembran vientos para recoger tempestades.
Y lo peor para nosotros es que algunas de las ideas de la ultraderecha francesa, de llevarse a cabo, terminarían en un desastre de proporciones inimaginables. La Unión Europea tan odiada no sólo por Le Pen, sino por todos los ultras del viejo continente, tiene muchos fallos, sí. En los últimos años se preocupa más por los intereses de los mercaderes que por los de los pueblos; es verdad. Pero la Unión Europea ha creado en nuestro continente un espacio de paz y prosperidad como nunca antes habíamos conocido. Tras siglos de guerras y masacres, países que se habían jurado odio eterno son ahora socios, amigos y aliados. Y de desaparecer o debilitarse la Unión, el peligro de conflicto se dispararía. El motivo sería lo de menos. Y si no, recuerde el lector/a lo que ocurrió hace poco en los Balcanes; la semilla del odio está ahí, y cuando no hay nada por encima que la asfixie, basta una pequeña chispa para que rebrote.
La victoria de Le Pen y su ultraderecha en Francia sería una horrible noticia, porque además marcaría el camino para todos aquellos ultras de otros países que ven en la civilización y la unidad que representa la Unión Europea una barrera a sus ambiciones, que puedo asegurar que es mejor que nunca lleguemos a conocer. Francia, uno de los mejores países del mundo para vivir, de los más respetuosos con los derechos de los ciudadanos, de los más acogedores con los inmigrantes que huyen de las guerras o de la miseria en sus patrias, podría retroceder cien años y convertirse en poco menos que una dictadura ultranacionalista, racista y expansionista.
Por eso pido a los hijos de la patria francesa, a los ciudadanos de Francia, que voten. Y que antes de hacerlo en función de los gritos de odio y de las banderas en las que algunos se envuelven, piensen un momento en lo que realmente interesa a su país… y a ellos mismos.