Y llegados al mundo, alguien se ocupó de cuidarnos, de amamantarnos, de criarnos. Ya fuese un alguien en pareja tradicional, de las que llamamos hoy en día una pareja heterosexual, o un alguien en familia monoparental, u homosexual, o las diversas y variadas variantes del concepto de familia que en la actualidad existen.
Y corrió el tiempo. Crecimos, nos convertimos en hombrecitos y mujercitas, con proyectos de vida que se iban concretando poquito a poquito, siempre bajo la mirada atenta, preocupada, de nuestros padres que, aunque no siempre progenitores, siempre, siempre, estaban ahí.
Y después nosotros, nosotras, trajimos al mundo a nuestros retoños. Y comprendimos muchas cosas, de esas que nos decían nuestros papis, del tipo “ya te llegará el turno” o “dentro de unos años lo entenderás”. Y de paso, hicimos a nuestros papis abuelos.
Y nuestros papis, ya abuelos, fueron envejeciendo. Poquito a poco, la roca que todo lo podía, que todo lo solucionaba, supermamá y superpapá, iban convirtiéndose en mamá y papá. Cada día un poco más humanos, un poco menos divinos. Un poquito más viejos cada día.
Y poquito a poco supermamá y superpapá, que fueron también superabuelo y superabuela, que siempre estaban cuando nos hacían falta, que siempre nos apoyaban, que lo habían dado todo por nosotros y para los nuestros, empezaron a flaquear. Los achaques de siempre se iban haciendo incapacitantes. Ya no podían ayudarnos tanto como antes, ya no estaban siempre listos para lo que nos hiciera falta. Y no porque no quisieran, no porque ya no les interesaran nuestros problemas. Simplemente, porque el paso del tiempo les había hecho a ellos lo que el tiempo tiene la manía de hacer con todo: envejecer.
Y poquito a poco mamá, papá, abuelo, abuela, fueron perdiendo su impulso, y de ayudar pasaron a necesitar ayuda. Pero ellos no podían recurrir a sus padres, a los que la vida, o la muerte, se llevó hacía ya mucho tiempo. Y a quienes en su momento ellos también cuidaron. Así que tuvieron que echar mano de quienes tenían: hijos y nietos. Pero…
Pero muchos de los hijos y nietos, esos por quienes padres y abuelos dieron literalmente sus vidas, olvidaron ese esfuerzo, esa dedicación, ese en muchas ocasiones sacrificio a cuyo calor hijos y nietos crecieron y pudieron ser personas, vivir. Olvidaron lo inolvidable y, aduciendo las más peregrinas razones o simplemente porque sí, por el más puro egoísmo, se desentendieron de quienes fueron antaño sólida roca y hoy débil pluma. El más monstruoso e inhumano de los egoísmos llevó al más monstruoso e inhumano de los abandonos.
Muchos abuelos y abuelas languidecen hoy olvidados de los suyos en sus hogares y en residencias, muchas veces en la soledad más absoluta, esperando sin esperanza que un día aquellos hijos por quienes todo lo dieron, que esos nietos a quienes criaron, se acuerden siquiera de ellos y les llamen por teléfono o, en el colmo de la felicidad, les visiten. Muchos mueren esperando, y entonces sí, entonces hijos y nietos que en vida estaban desaparecidos aparecen, aunque no para rendir un último y arrepentido homenaje a padre o abuela, sino para rapiñar lo que de valor que tuviera el difunto.
No todos somos así. Incluso me atrevo a decir que muchísimos no somos así. Pero para los que sí lo son, aunque sea por simple egoísmo, un aviso: igual que un día crecimos, formamos una familia, tuvimos hijos, algún día la espuma de los días nos convertirá en abuelos, y luego en ancianos que, poco a poco, irán perdiendo su vigor. Y entonces el ejemplo que dimos en nuestra vida será, con toda probabilidad, la retribución que recibiremos en nuestros últimos días.