Apagarse, como se apagarán poco a poco las luces del alumbrado extraordinario de estos días en las calles, a medida que desgranemos, tantas veces con masoquista delectación o inconsciencia, las fechas marcadas en el calendario…o como se apagan después de rebrillar con luz tenue y efímera las bombillitas y guirnaldas del árbol repletito de regalos que han instalado en sitio preferente del hogar quienes aún viven con ilusión el cuento lleno de cuentos de la Navidad, de este tiempo recurrente plagado de tópicos ternes e insoslayables que propalan urbi et orbe el tósigo navideño.
Sí, si no te llamas Libanio da Silva Navarro, es fácil despedirse. ¡Toma ya copernicano cambio de tercio, descomunal cambio de órbita en la gigantesca elipse de las constelaciones! Porque si te llamas Libanio da Silva, de quien se me ha antojado que quería hablar hoy, o, mejor aún, si eres él (hola, Libanio) despedirse es acción contra natura, o mejor contra su natura, y no te vas nunca, pero no porque seas un pelma, que Libanio no lo es ni nunca lo ha sido ni nunca lo fue, y que yo a Libanio, como a toda su familia, la de sus padres y hermanos y la nueva y maravillosa que ha forjado él con Ana Sierra, su compañera, esposa y pareja, los quiero mucho, sino porque Libanio no sabe nunca cómo o cuándo irse (o al menos no sabía, quizá haya aprendido desde la última vez que hablé con él, que ya hace unos pocos bastantes meses) y es porque no sabe irse sin que tal decisión –la de irse- no le parezca siempre abrupta y desconsiderada. Cuántas veces no habremos encendido la luz del rellano en la escalera de mi casa porque Libanio ya se iba y cuántas veces hemos vuelto a encenderla (tantas –en este tiempo de recurrencias mil- como los peces beben en el río) porque Libanio –de tan prudente, correcto, cortés y delicado- literalmente, no sabía irse… Tampoco es que nosotros, mi esposa y yo, quisiéramos que se fuera, porque Libanio da Silva es de las personas que más hemos querido, queremos y querremos en la vida, sin “tocarnos” nada, ni siquiera –como tantos- las pelotas, o descuajeringarnos las neuronas. Libanio –por apellido- tiene bastante de portugués, pero, frente a la oscura, borrascosa, y a veces hasta inconfesable y turbia vocación atlántica, la suya es mediterránea y clara. Cuánta cerveza – aquella inolvidable “agüita amarilla”- no habremos bebido juntos al hilo de peregrinas reflexiones sobre ruinosas y hasta penosas empresas audiovisuales, acompañada de pequeñas y exquisitas berenjenas aliñadas con una salsa cuya fórmula concreta –y secreta, como la de la Coca Cola, sí, pero mucho más sabrosa- mi santa madre se llevó a la tumba, o mejor diríamos al nicho columbario de cerrado y blanco tapial en el que la dejamos colgada un 4 de Enero de 2004, ahora va a hacer catorce años (y parece que fue ayer), convertida para siempre –aunque sin pedestal, corona ni hornacina- en Santa Antonia Carrillo Herrera, uno de mis santos amigos, porque mucho me amaron en vida (también a Libanio lo quiso, me consta) y que supieron tejer en torno a mí protectora e inconsútil túnica de eterno fuego vivo. Gracias, mítomi querida… Gracias, Libanio, por hacerte de querer y dejar que ella te quisiera.
Es Navidad; en Navidad es fácil ponerse tierno, y los Marcos, entre otras cualidades y características, tenemos también la de la ternura…somos –incorregiblemente- de lágrima fácil, y mira que es algo que con frecuencia incomoda y estorba. Pero -¡tate, tente y quieto parao!, que no es tiempo de lágrimas, que no se ha muerto nadie aunque yo sí que he tenido oportunidad de percibir en este 2017 que termina, como la tuve en el 2016 que ya es historia, lo fácil que puede resultar irse –sin despedirse, a la madrileña aunque seamos murcianos de Cieza. Si no lo piensas mucho, si no le echas demasiadas retóricas, te vas y ya está. Sufrías por nada, Libanio, porque irse sólo es eso, dejar de estar (la gente después ya no sabe en qué Navidades dejó de verte), aunque yo prefiero seguir estando y que Libanio siga en el rellano, eternamente despidiéndose, despidiéndose eternamente, balbuceando palabras que habrían podido reiniciar mil conversaciones, pero sin acertar a girarse e irse con un simple adiós.
Y el caso es que Libanio no ha sido sino un antiguo alumno (sois los que me vais quedando…), compañero después en la docencia (y siempre en la decencia) y sufrido compañero también de fatigas audiovisuales en heroicos tiempos (camarógrafo de mirada única, sensible y sutil), en los que el amor al cine nos empujó al vídeo, para que la vida –y alguna gentucilla- nos acabaran dando después gato por liebre. ¿Qué más da?¿qué importa?...”tá to perdonao”, ¿verdad? Hoy me vas a perdonar a mí también que te haya utilizado como ejemplo de lo fácil que debiera resultar despedirse, o simplemente irse. Sin más…