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Viernes, 19 de Abril del 2024
Sunday, 05 November 2017

El Viaje (Final) a Ninguna Parte

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Bartolomé Marcos Bartolomé Marcos

CLR/Bartolomé Marcos.

De como lo que iba a ser laparoscópica y venial incisión acabó convertido en imperial (afortunadamente no mortal), dolorosa y descomunal cesárea.

Y es que vengo teniendo muy mala suerte últimamente, y esta vez no iba a ser tampoco una excepción. Hubo un tiempo en que llegué a pensar de mí mismo que era nada más y nada menos que el Anticristo, pero no, lo que soy es la Ley de Murphy personificada, la apoteosis de la mala suerte, el cénit de la adversa fortuna, o, peor aún, el cenizo mayor que han contemplado los siglos, las eras y hasta las verduras de las eras.

 

Pues bien, siguiendo instrucciones del cirujano, el reconocido, probo, diligente y meticuloso galeno Antonio Ballester Moreno, me ingresé en el hospital la Vega de Murcia para una intervención quirúrgica de colecistectomía (extirpación de vesícula biliar) el jueves, 19 de Octubre, (como en mi anterior artículo les conté que tenía previsto hacer). He de decirles que hasta una recomendación llevaba, del médico ciezano Francisco Argudo Marco, otro médico sabio, compañero de Ballester Moreno en el Reina Sofía de Murcia. Todo estaba aparentemente bien encauzado, pero no habíamos contado con la dichosa Ley de Murphy…

 

El día transcurrió tranquilo, lento y pesado, porque se nos dijo que la operación sería por la tarde y eran muchas horas por delante. Llegó primero un amable sanitario-barbero, que dejó mi abdomen como el culito de un bebé, bien afeitado y libre de cualquier vestigio piloso. A las cinco y media de la tarde -"la hora (casi siempre trágica), de la verdad", me trasladaron a quirófano. Allí empezaría la odisea, porque lo que iban a ser apenas tres puntitos de laparoscópica incisión acabarían siendo tres certeras -aunque finalmente inútiles- estocadas, que quedarían inoperativas-y un duro, doloroso y rasgado rejón de sarraceno alfanje en el lado derecho del abdomen. Dos operaciones en una: colecistectomía laparoscópica y extirpación abierta de vesícula. Ya les decía en mi artículo anterior: ¿quién da más? Pues sí…la respuesta es clara: yo mismo. De una hora -que era lo previsto- la operación pasó a durar tres horas y media. Mi abdomen pasó también, en ese tiempo, de limpio y bien rasurado, a cuarteado y lleno de costurones. Paisaje para después de una batalla. Cuadros para una dramática exposición. Más marcas para la vida desenfrenada, desventurada, desatinada y loca. ¡¡¡Para ya, Bartolo, para, que acabarás por no contarlo, paaaraaa!!!

 

Mi familia, un tanto inquieta y preocupada por la inesperada tardanza, aguardaba en la habitación. Yo, abajo, en quirófano, ajeno al mundo y a la vida, plácidamente dormido mientras trasteaban mis entrañas, que por cierto estaban algo enmarañadas, aguardaba inconsciente el desenlace del acontecimiento, desenlace que yo habría aceptado – desvalido, inerme e indefenso como estaba-, fuera el que fuese, a ver qué remedio. Eran cerca de las once de la noche cuando mi muy baqueteada anatomía, ya recuperada la consciencia, fue trasladada a la habitación de planta en la que mi familia esperaba. Allí estaban mi sufrida mujer (¿qué habrás hecho tú, Merchecica bonica, para merecer esto?) y mis hijos, mi hermano Antonio, y Maruja, su mujer, a los que les ha sentado de maravilla el crucero por el Mediterráneo que se han regalado recientemente. Saben vivir. Ambos se tienen el uno al otro como su mejor y mayor tesoro y eso forma parte preciosa de su saber vivir. Además mi señor hermano protagonizó aquella noche un épico y desigual combate, que por cierto acabaría ganando, con una cucaracha que se coló en la habitación, combate del que me llegarían sólo sonoros ecos y cierta alborotada algarabía, pero del que me acabé enterando, desde luego, porque ruidoso y hasta estrepitoso fue. Llamativo y chocante en aquel contexto, quizá fruto de este veranillo desquiciado y anacrónico que venimos padeciendo.

 

Pues sí, amigos: resultó que la mía era vesícula biliar atrófica y que sus males venían de lejos, quizá perdidos en la noche de los tiempos, quizá congénitos, pues que hasta algún conducto aparecía dispuesto contra natura. La niña, que se llamaba vesícula, aun siendo raquítica, mustia y esmirriada, no salió por el conducto habilitado y tuvo que ser cesárea. Las cosas no son como empiezan sino cómo terminan y yo he acabado convencido de que la vida me sigue queriendo vivo para putearme más y mejor. Pues, lo que les digo, que aquí estoy…y que hasta la próxima, sin casi superficie corporal sobre la que lamerme las heridas. Y es que me habría tenido que dar cuenta cuando reparé en el inquietante detalle de que la suma de los números de la habitación asignada, la 427, ascendía a 13.

 

¡¡¡Acabáramos!!! Ya era demasiado tarde…

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