Esta semana hablaba de ello con una amiga que me encantaría tener cerca pero que trabaja en otro país. Hace un par de días cogió un vuelo solo de ida y sé, por todas las mudanzas que hemos compartido, la de malabares que tuvo que hacer para poder llevárselo “todo”. Con el jersey más grande, tres abrigos encima y las botas más altas se plantó en el primer control. El kilo de nervios que llevaba encima, más los dos que de normal forman parte de su ADN, se multiplicaron cuando a pocos minutos de que cerrase la puerta de embarque tuvo que deshacerse de toallas, pijamas y sudaderas varias para ajustar los 20kg que debía pesar su maleta. Nervios que se convirtieron en placer inmediato cuando abrió la puerta del que siempre va a ser su hogar.

Se paga caro el peaje de cargar a tus espaldas con peso de más, y no hablo sólo de mudanzas. Yo lo supe cuando tras pasar tres años viviendo en la antigua portería de un gran edificio tuve que meter la vida que había construido allí en un par de maletas. Pensé: “¿En qué momento he acumulado tantos trastos?”. Casi sin darme cuenta, ya va a hacer un año de aquel día en el que empaqueté mi vida y me despedí de las cuatro paredes que antes había habitado el portero de la comunidad. Reconozco ser de ese 95% de personas que odia las despedidas y que, además, si puede las evita. No me llevo bien con los finales, pero estoy en proceso de mejorar mi relación con ellos. Desde que una vez me dijeron “no estés mal porque se ha acabado sino contenta por lo que has pasado” se ha convertido en mi mantra para las despedidas. Creo firmemente que la actitud con la que decida asumir los cambios es el arma clave para afrontar todo lo que venga, a pesar de que haya días en los que cuesta un poco más.

En materia de despedidas, Diciembre es un experto. Aún no sé qué bata de gala voy escoger para recibir el estreno del nuevo año y decir adiós al 2021. No soy fan de las lentejuelas, ni de los brillos y me estoy pensando seriamente lo de llevar ropa interior roja porque no creo que de buena suerte. No sigo rituales más allá de comerme un lacasito por cada campanada, o cada dos, no siempre consigo llevar el ritmo. Tampoco me adelanto un par de horas para felicitar el año nuevo por si se colapsará la red. Ni brindo con champán. Ni con cava. Fiel al champín. Si sumase algún ritual sería el salir a pasear con toda la familia con maletas, por probar si es verdad eso de que atrae al espíritu viajero y me dejo caer pronto por cualquier otra ciudad.

La próxima vez que organice mi equipaje me voy a deshacer de los ‘por si acaso’ que nunca valen para nada. Si lo piensan, a las toallas, pijamas y sudaderas que se quedaron en aquel aeropuerto nadie las ha echado de menos. En 20kg cabe más una vida, y yo no quiero cargar más que con una mochila. Si algo tengo claro es que vivimos con mucho más de lo que necesitamos. Qué difícil es encontrar las semillas para cultivar la simplicidad. Que difícil resulta aflojar un par de marchas, olvidar estar siempre disponible, aprender a decir que no, dejar de levantar el teléfono cada vez que suena y saber vivir con menos de un 20% de batería. No sé con qué llenaré mi mochila antes de ponerla sobre mi espalda, pero sí sé que el primer paso será reducir mis necesidades. Y no olvidarme del pasaporte Covid, por supuesto.