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Sabado, 20 de Abril del 2024
Sunday, 17 October 2021

Obsolescencia programada

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CLR/Manolito Alegría.

La maldita obsolescencia programada. ¿Cómo pueden ustedes explicarme, oh amigos, que una lavadora que no llega a los dos años ya esté dando problemas? Obsolescencia precozmente programada.

Un servidor se gasta un dineral en la lavadora, hace el curso de seis meses en la politécnica necesario para aprender a utilizarla, sigue las instrucciones y aun así la ropa encoge. Podrán las lenguas envidiosas decir que el problema no es de la lavadora, que este verano de trabajar el masetero habrá tenido algo que ver, que le he pagado los estudios a la hija del panadero. Mentiras, envidiosas mentiras. Llevo siguiendo la misma dieta disoluta desde que los diecinueve y el espejo no miente; cuando me miro en él veo a un pariente cercano de Apolo, kilo arriba kilo abajo.

 

Si admitiéramos a trámite la disparatada teoría de que me haya puesto ovejo este verano también habríamos de valorar un atenuante: padezco de hambre secular. Algunos españoles padecemos de ese mal. El hambre secular, siglos y siglos de necesidad, de generaciones de españoles pasando más hambre que un caracol delante de un espejo. Todo eso se hereda y es lo que hace que nos aprendamos el nombre del pobre camarero que lleva la bandeja de canapés en la boda. ¿Creen ustedes que a alguien le interesa la inauguración de la nueva tienda de madalenas de color azul de la esquina? No le interesa a nadie pero hay comida gratis y eso no se cuestiona.

 

España es, ante todo, una nación de hambrones. Una tierra pródiga en personajes de colmillo afilado. Carlos V sin ir más lejos debió pasar hambre en la mili y en cuanto ganó las oposiciones a rey se entregó en cuerpo y alma a la cuchara. Por lo visto el hombre tenía un estómago para cada día de la semana, un auténtico animal de mesa que, cuando se retiró a su Abu Dabi particular en Extremadura, dejó el río local sin truchas. Todo un mérito si tenemos en cuenta que el frugal emperdor tenía la mandíbula seis tallas más grande que el resto del cuerpo. Un ejemplo de superación.

 

¿Y qué sería del español sin la figura del hidalgo pobre? Ese noble venido a menos, poco inclinado a la labor, que sólo comía cuando lo invitaban. Hambre pasaba como el perro de un ciego pero ante todo era un hidalgo y cuando alguien iba a su casa ya procuraba él esparcir desperdicios por el suelo para que el invitado viera que en esa casa se comía tanto que no ganaban para escobas. Sin esta legión de dignísimos hambrientos vaya usted a saber qué literatura habríamos tenido… en lugar de El buscón Quevedo habría escrito El indigesto.

 

Las lágrimas se nos saltan cuando vemos cortan jamón y no hay cuñado sobre la piel de toro que no anuncie con solemnidad que del cerdo hasta los andares. Y es que, mis amadísimos amigos, el jamón estará todo lo bueno que ustedes quieran pero que no te confundan con judío en según qué momentos históricos está todavía mejor. Por eso tenemos esa inclinación natural hacia el cochino, por eso no nos importa oler a incendio forestal con tal de ponernos hasta las cejas de morcillas. Nos viene de serie: en una época donde por un problema de lindes el vecino te acusaba de falso converso y acababas socarrado lo mejor era comer cerdo con dedicación y a poder ser de manera pública.

 

Los españoles hemos pasado hambre hasta hace bien poco. No necesariamente nos tenemos que remontar siglos atrás; basta un par de generaciones. Somos nietos de la generación que, con el ingenio que da la necesidad, inventó la tortilla de patatas sin huevo y sin patatas. Con mondaduras de naranja y un poco de harina, agua y bicarbonato se conseguía un trampantojo medianamente comestible que, con la debida imaginación, se parecía a la tortilla de patatas.

 

Afortunadamente somos una generación, la primera en muchos siglos, que no ha conocido el hambre. Una generación que ha cambiado el ingenio por el Almax. Se nos ha puesto el pescuezo rechoncho, cada dos calles hay un anuncio que nos promete adelgazar y la primera frase que aprende un médico en la facultad es “tiene usted que bajar de peso” pero en el fondo somos nietos del hambre.

 

Pero eso no siempre fue así, como habrán podido comprobar. Por eso, señora mía, no coja usted pesadumbre cuando vea al animal que tiene por marido echándole el brazo por encima al camarero en una boda. No sienta usted regomello cuando su asilvestrado esposo llame por su nombre al encargado de traer las gambas en el convite. No se me irrite, oh señora mía, cuando su rústico pariente pretenda introducirse, por lo civil o por lo criminal, en la inauguración de una nueva tienda de informática solo porque hay aperitivo gratis. Su marido, amiga mía, es una víctima; una víctima del hambre secular que nos atenaza a nosotros, los pobres españoles, desde que el mundo es mundo.

 

Que tengan ustedes un buen día.

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