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¿Preparar la guerra para evitar la guerra?

Si alguien, hace muy poco, me hubiera asegurado que hoy, en marzo de 2022, nos encontraríamos de nuevo en guerra en la vieja Europa y al borde de un conflicto mundial, simplemente me hubiera burlado de ese alguien.

Y sin embargo, aquí estamos. Ante la realidad de política ficción de un dictador neoimperialista intentando reverdecer viejas glorias pasadas y destruyendo y matando a quien sea necesario para conseguirlo. Una nación soberana, Ucrania, un pueblo, el ucraniano, que solo deseaba criar a sus hijos y a sus nietos en paz y prosperidad, está siendo atacada y masacrada por un iluminado que se cree una mezcla de Supermán y Pedro el Grande. Por el momento la resistencia del pueblo y el ejército ucranianos, ayudados por la solidaridad y los envíos de armas de medio mundo, están frustrando los planes imperiales de un Putin que debe estar sumido en la más negra de las rabias. Aunque dicha rabia esté costando miles de muertos, millones de desplazados y destrucciones sin cuento.

Pero esta situación está abriendo otros debates que no es que estuvieran superados, pero sí aparcados por la relativa placidez de las relaciones internacionales tras el final de la Guerra Fría. Y es el de la necesidad, o no, de una política de defensa suficientemente poderosa para evitar aventurerismos conquistadores tan desgraciadamente abundantes en la historia de la humanidad.

En primer lugar hay que analizar si preparar la guerra es útil para garantizar que haya paz. En las últimas décadas son muchos los que preconizan el desarme unilateral de occidente afirmando que somos lo suficientemente fuertes para evitar por medios pacíficos que países belicosos y expansionistas intenten destripar a otros más débiles o desarmados. La realidad es mucho más compleja, al menos en mi opinión, y no siempre las sanciones o las medidas económicas y jurídicas disuaden a los aprendices de emperador y a los sistemas que estos crean de lanzarse al ataque contra quienes son más débiles que ellos. Sobre todo cuando la situación interna no les es favorable en sus países, ante lo cual suelen reaccionar huyendo hacia adelante, cueste lo que cueste. Y siempre que haya posibilidad de conseguir sus objetivos, claro.

Hay que ser francos: Occidente, o sea, nosotros, se encuentra ahora mismo en una posición de debilidad militar ante un adversario, por así decirlo, clásico. La OTAN en particular y el mundo occidental en general, creyendo que el peligro de una guerra convencional o incluso nuclear había desaparecido, ha reducido notablemente sus arsenales. Y también es notoria la supeditación a la economía de cualquier otra consideración. Ello ha convencido a Putin de que Rusia podría reverdecer su decrépito imperio y el guiarlo hacia la gloria sin que Occidente reaccionase. Que era, por cierto, lo que había pasado siempre hasta ahora cada vez que el dictador ruso lanzaba sus zarpas sobre alguna exrepública soviética o algún antiguo aliado.

Esta vez Putin ha errado el cálculo. Pero aunque Rusia es hoy militarmente mucho más débil de lo que fue la URSS, también lo es la OTAN. Por ello la apuesta arriesgada del inquilino del Kremlin tenía mucho que ganar, ya que la OTAN necesitaría tener un mayor poder militar y una mayor decisión de intervenir en apoyo de Ucrania, evitando siempre un conflicto directo y de posibles consecuencias apocalípticas con Rusia.

De hecho, aquí en España y en el resto de Occidente hay quien se opone frontalmente a apoyar con armas la resistencia del pueblo ucraniano, que no olvidemos que es el agredido, invadido y masacrado, afirmando que otras medidas serían igual de eficaces. Algo similar a lo que hace noventa años muchos preconizaron frente a Adolf Hitler y su Alemania nazi, con las catastróficas consecuencias que todos recordamos. Porque los dictadores y sus sistemas políticos no suelen sentir ningún temor, al menos de principio, a las sanciones y condenas, ya que sus ideas se basan en la fuerza y en la imposición, casi siempre a través de las armas. Y de hecho solo suelen someterse a la fuerza, siempre que sea mayor que la suya.

Preparar la guerra es una actividad cara, que detrae recursos de otros sectores de la vida civil que son muy necesarios. Se trata de la clásica disyuntiva entre cañones y mantequilla. Pero en no pocas ocasiones (lamentablemente en demasiadas) no prepararla puede ser aún peor. Tenemos un ejemplo ahora mismo en las pantallas de nuestras televisiones, de nuestros ordenadores, en nuestras radios y nuestros periódicos. Y hay que dar gracias a que el valiente pueblo ucraniano, que lucha por su supervivencia y por su futuro, vio venir en parte lo que se avecinaba y se preparo parcialmente para ello. Y también es de agradecer que finalmente Occidente haya decidido que los ucranianos merecen ser apoyados con armas para defender su país. Y que estén deteniendo, aunque con enorme sufrimiento, la invasión de las huestes de un Putin que, si no fuera por esta resistencia armada, instauraría sin dudarlo un régimen de opresión y de terror. Como ha hecho, por cierto, en su propio país.

Lo que sí es seguro, como se ha visto desde la Segunda Guerra Mundial, es que la disuasión funciona. Es cara, es cierto, pero pocos son, por no decir ninguno, los que atacan o invaden a países militarmente más fuertes que ellos. Es lamentable, pero es así. Por ello preparar la guerra, aunque haciendo siempre lo imposible para evitarla, puede suponer un ahorro de sufrimientos y recursos difícil de cuantificar, pero que la historia nos demuestra que es real.

Lamentablemente.