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«Hay un Jueves infinito en mi corazón»

Jueves 31 de marzo. Nueve de la noche. En la estación de Callao espero a coger el metro que me lleve a casa. El ensayo de la obra de teatro no ha ido muy allá y me apetece estar solo. Qué paradoja: el andén está lleno. Busco el calor de la mirada cómplice pero no lo encuentro en los rostros de mascarilla y cansancio, víctimas de la acelerada rutina. De repente, desde el andén de enfrente, descubro a un niño que me mira sonriente. No le veo la boca, pero sus ojos me sonríen. Dos niños con el que supongo que es su padre. Me viene a la mente una imagen junto a mi hermano y el mío, mi padre; estamos en la puerta de la casa de abuela Cruz y llevamos palmas en la mano. La inocencia de los niños… Entre tanto rostro, la mirada del niño brilla y me hace viajar. Cierro los ojos y vuelvo a la fotografía, a la estampa de mi madre fotografiándonos a nosotros, antes de emprender rumbo a nuestra cita con el sol de la Esquina del Convento. Veo el goteo incesante de túnicas que por el entre venado de calles se dirige, tras comprar caramelos, a la organización del cortejo en las calles San Pedro y Cánovas del Castillo. El casco viejo de la villa vuelvo a cobrar la importancia de protagonista en esta historia que hemos venido a contar.

De repente llega mi tren, pero decido no cogerlo, y cuando éste vuelve a partir en su recorrido hacía sol, miro enfrente pero el niño ya no está. La estación quedó huérfana de alboroto, y yo quiero ser un hermano más que busca en el anonimato formar parte del cortejo. Salgo de la estación y vuelvo a respirar. Miro al cielo, y el último bostezo de luz azul se me ofrece como un cuadro en el que todo es posible, porque ha vuelto a florecer en Cieza y yo estoy allí.

Siempre. Siempre te encuentro aunque no sepa cómo buscarte. Siempre te siento cerca en la distancia. Guardan mis pies el sabor a caramelo de un domingo de mañana soleada, y restos de cera de una vela en penitencia inacabada. Recuerdan mis pasos cada adoquín desgastado y el crujir de la madera sobre mi hombro cansado. Cada jueves, de cada semana, de cada mes, de todo el año, al atardecer, me sorprende la luz que precede al milagro de las doce campanadas, cuando todo un pueblo se rinde ante el portón de la Plaza Mayor, y las palabras se desvanecen en gestos que te ruegan que nunca nos faltes, que nos encuentres aún cuando no podamos buscarte.

Ruido. Hay demasiado ruido. A tu alrededor, todo cuanto te rodea, ruido. Oscuridad, voces que hablan y no dicen nada. Escucho entre el alboroto el latir de mi corazón a ritmo de redoble sordo, y es en ese momento cuando un campanario puntual con la historia deja muda a la Cieza habladora de corrillos y plazas; ese campanario que se ve desde la distancia, y que marca el recorrido cuando por tus calles avanzas. Es el día en el que los sueños se van cumpliendo a cada esquina: Jueves Santo en Cieza, y a las doce de la noche, entre la oscuridad y el silencio, caminan las almas que buscan luz en tu interior, porque el corazón no necesita ver para creer.

Guardo en la mirada silencios llenos de ti. ¿Es tu sombra la que persigo, o en la oscuridad de Cadenas me refugio de tu luz aunque no lo consigo? Sigo aprendiendo a escuchar el silencio… Y no pude encontrar un silencio mayor que aquel que perdí en el Callejón de la hoz aquella madrugada. Después de tanto encontrarnos, por fin nos buscamos. Jamás hablaron de tiempo mis sueños, pero ahí estás, empujado hacia delante por tus anderos, atravesando el silencio, la calle y la historia; atravesándome el pecho con la verdad de los que a mi lado luchan y consiguen la Victoria. Señor y hermano siempre de la Agonía, que la primavera y los años te cuiden tanto como tú a tus hijos desde el tiempo y la lejanía.