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El Viaje (más final aún) a Ninguna Parte. «Hambre» de soledad

Escribo desde mi ventana, abierta, como ya saben ustedes, a la Atalaya y el Castillo, emergiendo sobre el fondo de este atroz conglomerado urbanístico que es actualmente el pueblo de Cieza, donde domina desde hace tiempo la ley de la jungla urbana en cemento aherrojada, dictada desde un antaño Palacio de Justicia desde el que siempre se dictó la Justicia de Palacio, actual sede de la Concejalía de Urbanismo del Ayuntamiento de Cieza. Al parecer un tal Peñapareja Senante, un buen hombre, tuvo la culpa, o al menos salía en todos los papeles, como la tendrá con el tiempo Bartolomé Buendía, otro buen hombre, eterno secretario accidental del Ayuntamiento de Cieza, al que bien podrían aplicarle la nueva ley de interinos del gobierno y nombrarlo secretario accidental…perpetuo…Ya toca…  

Ayer, 14 de abril, Jueves Santo, estuvo por aquí mi antiguo compañero de internado Antonio Linares Ramos, personaje peculiar y atrabiliario donde los haya. Y se lo dice un raro del selecto y exclusivo grupo de los raros nc, o sea los raros numerus clausus, en inmejorable descripción de quien habría podido ser, y en cierto modo lo ha sido, maestro de periodistas y cineastas, José Luis Vergara Jiménez, ese genio aún no reconocido del periodismo localVenía el tal Linares desde su malagueño Rincón de la Victoria a lomos de un vetusto Seat Toledo del 2004, o sea a fin de cuentas un utilitario de la marca del Siempre Estás Apretando Tornillos (SEAT). Lo reconocí porque había visto alguna que otra foto suya reciente, pero por más que lo miré y lo remiré, de frente, de perfil, de soslayo y a hurtadillas, no pude descubrir en él rasgo físico alguno que me permitiera identificar en aquel señor al compañero (que no amigo, porque según él yo no los tenía…), que algún día lo fue en los internados de Huérfanos de Ferroviarios de Ávila y de León, y que me trajo a la memoria la genial y desengañada sentencia de Quevedo: “hemos devenido presentes sucesiones de difunto”. Lo recibimos, con cierta prevención por las características de personaje atípico e inclasificable de que venía adornado, mi dulce esposa, Merche Izquierdo (dulce nota de vida y de color felizmente discordante en aquel pequeño cónclave de phantasmas), y yo, en la cafetería Las Delicias, en el Paseo de Cieza, con su dulce artista propietario, Joaquín, a la cabeza.

Desde hace ya más de veinte años, otro antiguo colega de sufrimiento del colegio, Francisco Recio, viene organizando un encuentro anual de antiguos compañeros de internado en diferentes ciudades españolas vinculadas de algún modo con aquella institución que, en tiempos difíciles, garantizaba asilo, alimentación, protección, educación, sanidad, cuidado integral y sandalias (que un día, por llevarlas rotas, me costaron la vergüenza de un soberano tortazo en público de Don Luis, el soberbio y chuleta director de las gafas de sol a lo “Leyenda del indomable” de Paul Newman, esto ya en León, cuando ya era un adolescente que tenía su corazoncito y su alma en su almario, y que me dejó avergonzado, abochornado, frente a 600 compañeros formados en el patio para distribuirnos las raciones de la merienda: un pequeño bollo, y una onza de chocolate terroso, que a mi me supieron a salado de lágrimas cuando retorné a mi lugar en la fila, con la cara caliente y colorada. Nunca he perdonado a aquel imbécil y nunca lo perdonaré)…sí, el colegio, santo colegio, como rezaba su himno, proporcionaba todo eso a niños y jóvenes españoles que habían tenido la desgracia de perder a sus padres, circunstancia por entonces (décadas de los cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado) no tan infrecuente a tenor de las nutridas matrículas de los internados de Ávila y León en los que tuve ocasión de vivir matando alacranes en los campos de alrededor de los espacios auténticamente privilegiados donde se ubicaban los respectivos centros, colocados por el Consejo de Administración del colegio en manos de sendas órdenes religiosas, las hijas de la Caridad de San Vicente de Paul y Santa Luisa de Marillachs el de Ávila, los padres Salesianos de San Juan Bosco y Santo Domingo Savio, el de León. El de Ávila tenía incluso criadero y matadero de cerdos, que debían ser, los cerdos, digo, como mínimo primos hermanos de los de las no tan lejanas dehesas extremeño salmantinas, verbigracia de Guijuelo, sin ir más lejos, aunque he de decir, en honor a la verdad, que vi de lejos alguna que otra matanza, y que nos llegaba el olor a carne chamuscada, pero que jamás probé allí lomo ni jamón ibérico de ninguna clase. Los comedores y refectorios para las monjitas, los curas, los hermanos y los coadjutores, y hasta el dómine Cabra, si se terciara, sí debían estar bien provistos de delicatessen culinarias, algo rústicas, pero sabrosas y hasta suculentas. Sí recuerdo, eso sí, unos deliciosos bocatas de chicharrones bien calentitos que nos daban de vez en cuando para merendar en una galería abovedada que jalonaba toda la planta baja del edificio. El colegio de Huérfanos de Ferroviarios, como institución, desarrolló sin duda una labor social muy encomiable en un tiempo penoso, miserable y muy difícil y jodido. Enclavados en espacios de privilegio, los edificios de los respectivos colegios, de una gran consistencia y solidez, particularmente el de Ávila, ubicado en medio de una gran extensión de terreno rural, y dedicado actualmente a servir de sede a la Universidad Católica de la ciudad (miren imágenes en Google), resisten bien el paso del tiempo. No obstante, y aunque yo sigo mirando hacia atrás sin ira, me propuse cuando comenzaron estas experiencias para una nostalgia que no siento, no participar jamás en ninguna. Y en esas sigo. La visita de mi antiguo compañero Antonio Linares no movió un ápice tan (creo), sabia y sensata decisión. Recuerdo que yo, que era un chiquillo más bien dócil y bueno, llegué a disfrutar de algunos insólitos privilegios, como el de tener licencia especial para estar fuera de sitio. ¿Y cómo sabías que estabas fuera de sitio? Pues muy sencillo: si mirabas en derredor y no había nadie junto a ti, si estabas solo, estabas automáticamente fuera de sitio, verdadera bicha abominable y raíz de todos los males. Pues bien, me gané la confianza de los curas y este que les escribe tenía bula para recorrer todo el colegio apagando luces y bajando persianas y hasta, durante un tiempo, tuve el encargo de muy especial confianza de Don Olegario de ocuparme de la venta de “chuches”; en un pequeño esquinazo con ventanuco habilitado como “casetica” en la zona del Gimnasio, donde llegué a tener una desahogada posición de privilegio que me permitía cerrar el quiosco las tardes de los domingos para irme con los bolsillos repletos de chuches y dos o tres mirindas de naranja en el coleto, a ver la película de la semana, “Calabuig”, “De aquí a la eternidad” o cualquier otra, que muchas vimos, en el cine del propio colegio.

Siempre he pensado que lo más importante de la vida es no haber muerto. Y en ese empeño estoy…en ese empeño sigo, buscando confortables espacios de soledad conmigo mismo. Que se chinchen los curas de todas las congregaciones. Yo sigo persiguiendo mis mil y una maneras de estar solo.