La vida va en serio, con café o sin él. Así me lo hizo saber una buena amiga tras un fatídico día de universidad que comenzó con su vaso de café esparcido sobre el suelo de la cafetería. Aquella mañana la profesora de Arte Contemporáneo decidió mudarse del aula 430 al Museo Reina Sofía y, a pesar de haber recorrido los pasillos de ese museo una decena de veces en mi única compañía, con un par de amigos o con unas cincuenta personas, yo solo puedo recordar ‘Un Mundo’ de Ángeles Santos o ‘Muchacha en la ventana’ de Salvador Dalí con un intenso olor a café.
No fue una amistad a primera vista pero, desde entonces, no recuerdo como era la vida sin tantas aventuras. Diría que la fortaleza de una amistad está en hacernos las mismas preguntas pero compartir diferentes respuestas. Ahora, cada día un poco más lejos de esa etapa universitaria, el futuro es el denominador común de nuestras cuestiones. Y a estas alturas de la película, en las que no sabemos si la temperatura media para los próximos años será de 40ºC, si el precio de los combustibles alcanzará los tres euros por litro o si la luz será para un sector privilegiado de la población, yo me agarro con fuerza a las palabras de Albert Camus y a contribuir con ellas cuando dijo que la verdadera generosidad con el futuro consiste en entregarlo todo al presente. Y en esas estamos, focalizada en su afirmación que bien podría ser una de esas frases que ilustran los sobres de azúcar con los que acompañar al café.
La realidad es más terca que el futuro donde ningún ser humano se ha conformado con el agua para saciar su sed.
