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Cieza, hoy. Hasta siempre, Presidente

‘’ No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida.‘’ Quizás en estos versos se encuentra la esencia de la elegía más importante que se ha escrito en la historia de la literatura española, con permiso de Jorge Manrique. Miguel Hernández, con la elegía a Ramón Sijé, se erigió como portavoz de todos aquellos que hemos perdido a un amigo y yo he perdido a Pascual Bermúdez, mi amigo, mi presidente.

No me acostumbro a tener que borrar de la agenda del móvil el teléfono de alguien. Borrarlo de ahí supone aceptar la realidad de su marcha. Mi abuela se fue hace un año y todavía mantengo su teléfono en mi móvil, por si llama desde el cielo algún día. Pascual se fue hace un par de semanas y su teléfono sigue ahí, en la agenda, quieto, inmóvil, esperando que vuelva a sonar. Me resigno a aceptar su marcha.

Hay muertes para las que uno nunca está preparado. La de Pascual ha sido una de ellas. Lloré mucho el fin de semana de su partida, lo reconozco. No me da miedo hablar de realidades. Pascual era la eterna ilusión de cada mes de febrero. Era el mensaje de Navidad para que pasara por el taller a recoger mi regalo, era la eterna sonrisa después de cada Viernes de Dolores y la calma segura cuando, después de recogerlo todo, ya estábamos diciéndole que, el próximo año, tendríamos que mejorar esto y lo otro.

Pascual siempre fue MI PRESIDENTE; fue mi padre en esto de lo cofrade, porque él nunca necesitó del encorsetamiento y los protocolos tan típicos de este mundo de procesiones 365 días al año, en la calle o en nuestro corazón. Pascual era la confianza ciega, la llamada que aprobaba una u otra compra y la sencillez plausible a cada palabra. A Pascual siempre le deberé mucho, pero, ante todo, el dejarme aprender a su lado. Nunca escondió nada, nunca fue amigo de protocolos y mucho menos de cargos, puestos y otras historias más propias de otros siglos. Pascual siempre fue amigo de la llamada, la consulta, la charla con cigarro en boca y la invitación a tomar algo en la María. Eso es lo que le hacía grande, no los proyectos que sacaba adelante,  que no eran pocos, las tarjas que pagaba o las cofradías en las que empujaba para una u otra cosa. Pascual fue algo más que él presiente, fue el amigo, el abrazo sincero, la lágrima emocionada y el amor personificado hacia el Medinaceli. Nunca entendió el ponerse por delante del resto por ser el presidente, al contrario, siempre entendió que él venía a servir, no a ser servido y, pese a eso, en su despedida quisimos servirlo como él solo se merecía.

Se fue mi presidente, es verdad, ya no volverán los tulipanes por Cuaresma, ni volverán las manos a ser prendidas por las manos de quien, con su trabajo, pintó cada centímetro del Medinaceli. Se ha ido mi presidente, es evidente, no hay marcha atrás. Pascual voló con los vencejos, se fue antes de tiempo, demasiado pronto, no nos dejó ni asimilar que era el final, que ahora, cuando hablemos de él, solo hablaremos de recuerdos, porque la silla de la María permanecerá vacía para siempre. Esto es la realidad y yo, ávido en la escritura, he necesitado casi un mes para sacar algo que le haga justicia, aunque sé que aquí no hay justicia que valga ni letras que puedan recoger lo que Pascual supuso para todos cuantos nos acercamos a él.

Contigo aprendí que la ilusión se viste de rojo, que los meses, días y años no existen en el calendario cofrade, que la amistad está por encima de todas las cosas, que con la palabra se llega a puertos a los que nunca antes se ha echado el ancla, que la calma y la prisa son compañeras, que el reloj puede funcionar sin agujas que marquen horas, que se puede soñar siempre con mejorar la realidad, que puedo contener la lágrima, aún roto por dentro, cuando pienso en ti, que la puerta del Convento ya no será ese lugar donde tantas frías noches soñábamos con engrandecer a quien, en la soledad de su capilla, nos roba el sentido cada vez que vamos a contarle que la vida, tristemente, no se está portando bien con nosotros.

En esa capilla que nombraba anteriormente me siento a su lado, lo miro y le hablo de ti. Sé que no hace falta que yo le cuente, porque él te cuenta a ti como es la vida en el cielo de los justos. Sé que esto es un punto de no retorno, que por mucho que luche por verte no te veré, que por mucho que te espere con tu chaquetón azul, el chaquetón azul cuelga del perchero de la memoria. Sé que tu voz ronca se apagó, que el corazón dejó de latir y que tu salida por la puerta grande no fue por delante de tu Medinaceli, sino a hombros de tus samaritanos. Ojalá poder volver a besar tu casa como Paco lo hizo cuando te dejó, frente por frente, a tu Medinaceli en la hora de tu despedida.

Aquel día me rompí con una frase, la recuerdo perfectamente. Con ella me vuelvo a despedir: »Te seguiré esperando cada Cuaresma». Adiós, presidente. Mi presidente.