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Cieza, hoy. Los vencejos

Cada primavera me gusta levantar la persiana al atardecer y verlos ahí, en el cielo azul y dorado del mes de mayo. Este año me han acompañado cada mañana y, en lo imperceptible de su vuelo, he visto pasar los meses para, al final, aprender que son mi Ave Fénix personal; los vencejos, o lo que es lo mismo, volver a vivir cuando la primavera vuelve para volver a irse.

Son, mejor dicho, han sido, las ocho de la mañana, quizá las ocho menos cuarto. La ciudad todavía está aletargada. Unos cuantos barrenderos cruzan el Paseo de punta a punta; los obreros comienzan a mover su maquinaria en el número 42 del margen derecho del epicentro social de nuestra tierra; Antonio toma café y digiere, poco a poco, el golpe de la futura despedida de su hermano; el padre de Miriam, el Chato, saca de la cochera su Wolswagen polo del color de una tarde plomiza de enero, modelo 2010; La Opinión está en el suelo de la cafetería esperando que el dueño levante las rejas del pan de cada día; quizás Fernando, el carnicero, coincida conmigo en el camino a su puesto de trabajo, el camión de la carne lo espera; quizás es un día cualquiera, ya no lo recuerdo, ni quiero, pero ahí han estado como forma de un paisaje que me ha definido a lo largo de los meses, pero, siempre, da igual el día que fuera, ahí han estado ellos, junto a todos y cada uno de los elementos descritos anteriormente. Nunca bajaban de su circuito de carreras, siempre en el cielo, siempre oteando los horizontes y siempre pintando la vida con sus picos diminutos.

Ahora que intento encontrar una explicación. Ahora que me miro en el espejo e intento reconocerme. Ahora que todo ha pasado, es cuando me detengo a pensar en ellos. En realidad me siento un vencejo. Una y otra vez vuelvo a iniciar el camino y, cuando todo ha pasado, vuelvo a meterme en la cueva. Llega el frío a mi vida y me escondo para evitar. Los vencejos son como el ciclo de la vida, comienzan para acabar. Yo he vuelto a comenzar por segunda vez y he vuelto a acabar por segunda y quinta vez con el mismo resultado: lágrimas.

Me despedí de mi quinto colegio como ellos se despiden cada atardecer después de salir a agarrar con sus zarpas a uno u otro gusano o derivado. Me costó despedirme de Santi, la coordinadora de la E.S.O. Las lágrimas ya comenzaban a iniciar su camino tras despedirme de Lucia, Ana, Mónica o Abel. La última mirada antes de cerrar para siempre esa aula de tercero de la E.S.O me resquebrajó por dentro e hizo brotar en mi una pregunta que me atormenta, pero, a la vez, me permite respirar un poco: ¿Volveré a un aula de la escuela pública? Volveré, el cuándo es lo que no sé. Y, al igual que yo, imagino que los vencejos también piensan en cuando regresarán a pintar nuestro cielo con sus alas plegables, sus estelas en la mañana y su piar en la atardecida. Al final la vida es un volver a empezar constante. Es montarte, por no se cuanta vez, en la noria desde la que ves toda tu vida pasar, incluidas las hostias que, merecidas, o no, llevas metidas en las mochila que reposa sobre tu espalda maltrecha de tantas vueltas en la cama.

Los vencejos son mi Ave Fénix, son mi animal favorito; son veloces, siempre repiten el mismo camino y, pese a todo, ahí siguen cada día surcando los cielos de la tierra que nos da cobijo cada día de nuestra vida, por muy jodido que sea.

Ojalá ser un vencejo para, aun siendo consciente de que todo ha sido una mierda, volver a iniciar el camino, sano, ilusionado y con el objetivo claro, pero, realmente, no soy más que un ser humano que se cae, se rompe, se resquebraja y, antes o después, volverá a reconstruir sus ilusiones, sus fuerzas y su yo más profundo.

No soy un vencejo, pero ojalá lo fuera.