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La cosa se pone caliente (literalmente)

Repito: literalmente. Y nadie hace nada. Eso sí, pagarlo lo pagaremos todos. Y en sangre.

Las olas de calor no son ya la excepción, sino la regla. Los científicos, que solo han fallado al suponer que lo peor llegaría con mayor lentitud, advierten que echaremos de menos en pocos años veranos “tan fresquitos” como el horno que nos está tocando sufrir este estío. La sequía aprieta y ahoga. Los incendios se comen nuestra masa forestal y aumentan el efecto invernadero y el calentamiento global, y algunos políticos descerebrados llegan a tal grado de imbecilidad que culpan de ello a los ecologistas.

La realidad está superando a las peores predicciones científicas. Lo que puede ocurrir ya ocurrió en otras ocasiones en las que fenómenos climáticos a nivel planetario provocaron extinciones masivas propias de películas apocalípticas. Solo que mientras que esas catástrofes se desarrollaron a lo largo de milenios la nuestra, la provocada por nosotros, está a la vuelta de la esquina (mejor dicho, ya ha empezado) y sus peores efectos los tendremos aquí en muy pocas décadas.

Y mientras tanto políticos y empresas hacen poco o nada para intentar paliar (evitarlo es imposible) la catástrofe que se nos viene encima. Palabras huecas, prácticamente ninguna acción, acusaciones a quienes han estado avisando del peligro de catastrofistas, cuando no de embusteros. Irresponsabilidad y ceguera deliberada en suma, aderezada con tintes de negacionismo suicida que desprecia por completo no solo al planeta, sino a la especie humana, en virtud de unos oscuros intereses que todos sabemos ante qué y ante quiénes responden.

La fiesta se acaba. El consumo desaforado de materias primas y energías fósiles ha dejado al planeta exhausto, incapaz de autorregenerarse. La reacción del virus causante de esta epidemia, que no es otro que la especie humana, ha sido volver la cara para otro lado y aumentar incluso el consumo de recursos y energía. Quienes nos gobiernan, o al menos muchos y muchas de ellos, hacen gala de una mezquindad criminal que niega el desastre para que sus amos auténticos, las grandes empresas y capitales, no pierdan un céntimo de sus beneficios. Y a quienes puedan pensar que todo esto es un desahogo de unos rojos-radicales-ecologistas, les conmino a imaginar tan solo la posibilidad de que lo que quienes tienen más conciencia y preocupación por el futuro anuncian sea, al menos en parte, cierto. Cuando te avisan de que el barco se hunde pero tú estás muy a gustito sentado en tu sillón, cuando ves que el agua te llega a los tobillos pero piensas que ya parará, cuando el agua te llega al cuello y empiezas a culpar a todos y a todas de tu propia estupidez, ¿acaso eso te va a salvar? No. Te ahogarás, y tú serás el único o única culpable.

Negar la evidencia no sirve de nada. Buscar explicaciones alternativas y negacionistas a una realidad tan aplastante es un bonito ejercicio de irresponsabilidad, pero no soluciona nada. Ya hemos cruzado el punto de no retorno y en realidad no nos queda otra opción que intentar ralentizar y minimizar la catástrofe que hemos provocado y de la que somos los únicos responsables, aunque no las únicas víctimas, puesto que todo el planeta sufrirá las consecuencias. Si no actuamos ya todo será peor. Y no solo para nuestros hijos o nuestros nietos. Nosotros mismos, quienes seguimos contribuyendo al desastre y en cuyas manos está la capacidad de poder ralentizarlo y suavizarlo, nosotros mismos sufriremos las consecuencias.

Hace unos días un diario de tirada regional hacía público un estudio sobre las consecuencias más o menos inmediatas en nuestras playas del cambio climático. El informe era absolutamente desalentador. Pero lo curioso del caso es que un par de semanas antes, estando de vacaciones en una de esas playas, mi esposa me comentó que le parecía que la playa había menguado. Efectivamente, echando mano de fotografías de hace una década nos dimos cuenta de que la playa en cuestión había perdido entre medio metro y un metro de anchura. Y no había marea alta ni mar gruesa, las aguas eran tranquilas (y muy, muy cálidas) como las de una piscina.

Es solo una experiencia personal, un pequeño detalle sin apenas importancia. O quizás sea una fanfarria, un aviso de que lo que estaba por venir ha llegado. De que la cosa, literalmente, se pone caliente.