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El Viaje (más final aún) a Ninguna Parte. Megalomanía, toxicomanía, hipocondría

Se decía esta semana en el diario El País, que hace 30 años (que han pasado en un “soplío”, ¿verdad usted?, y yo sin aquellos pelos…qué lástima), los Juegos Olímpicos, ¡en Barcelona nada menos!, en 1992, en los que España marcó su récord de preseas, con 22 medallas, fueron una lección (inyección directa en vena con más propiedad) de autoestima, que permitió acabar con los complejos del país, afirmación  a todas luces apresurada, cuando no desmesurada y pantagruélica, muy en la línea de las “`pontificadas” del País y del “dueto” que por entonces llevaba la voz cantante en la casa, “Cebrián-González”. Sí, habría que decir que quizá acabó con los complejos de El País; con los de España, res de res. Porque entonces, ¿todos los complejos y acomplejados que yo sigo percibiendo alrededor, de dónde salen, han salido y siguen saliendo? Y digo yo que como buen socialista el País será también optimista leibniziano, empedernido y recalcitrante contra toda lógica razonable y contra toda evidencia. Vivimos, seguro, también, en el mejor de los mundos posibles, contando el de Peter Pan y el de Alicia en el País de las maravillas, que, por cierto, eran mundos terroríficos también. Y digo esto porque habría que decirle a El País, al que hay que darle un baño de realidad, ¡joder, a ver si maduráis, “nenicos”, que el pueblo español no tiene ninguna autoestima y que sigue lleno de complejos…Y es una realidad que debemos aceptar, porque es irremediable y para siempre. Somos así. O si lo preferís…así “semos”, que diría el ya inefable e inmutable, ínclito y castizo, querido amigo, Manolico Dato, cagándose en “”. El español es un pueblo melancólico y triste, que sólo sabe divertirse de manera extremosa y agónica. En medio de la carcajada estrepitosa es fácil percibir en él, el atisbo de la honda, torva y resentida mueca amarga, el rictus contrariado -y por desgracia tantas veces envidioso- de la torva y áspera tristeza sin lágrimas. Al español, envidioso por naturaleza, le jode el bien ajeno.

Por eso, porque si de una cosa podemos estar satisfechos y orgullosos los españoles (que sí, las españolas también, pues claro) es de nuestro idioma, que nadie nos puede quitar (olvídense de cuotas, porcentajes y sentencias, es innovador, fuerte e indestructible), por eso, decía… hoy he decidido volver a entretenerles con una pequeña reflexión sobre tres palabras de nuestra lengua que reflejan bien por su origen y composición, esa milenaria historia de convivencia de los españoles con otros pueblos y otros modos de entender la vida. Después les explicaré por qué, hoy, he elegido este tema.

La primera de esas palabras es megalomanía, del griego mega, grande, y del latín manía, o sea eso mismo, definida como un trastorno de la personalidad, caracterizado porque la persona megalómana tiene ideas de grandeza, de manera que puede mentir, manipular o exagerar algunas situaciones o a las otras personas, a fin de conseguir sus objetivos. Megalómano por ejemplo es Perico Sánchez Pérez Castejón, vuestro actual-y parece que eterno- presidente del gobierno. Que al final -es igual por qué camino tire- siempre acaba saliéndome al encuentro del artículo. Y eso que me niego a reconocer esa mega vergüenza nacional como presidente propio, y le quito hasta la “a“ del complemento directo de persona, tan cosa mala me parece.

La segunda palabra es toxicomanía, como hábito o costumbre de consumir drogas, y no precisamente de las que pudieran encontrarse en las droguerías, que eran la tienda de las drogas cuando fuimos niños, sin connotación negativa de ninguna clase, tan ilusos, tan ingenuos, tan inocentes…tan…niños, hasta que llegaron el hachís (Cieza tiene incluso una isla con ese nombre), la heroína (que nada tiene que ver con Lara Croft), la cocaína (que me recuerdala Coca Cola), el crack, que a mí me recuerda siempre a Alfredo Landa, el “inocente” y genial actor español, quizá por la película que protagonizó con ese título. Toxicomanía se refiere al hábito de consumir drogas, del que no se puede prescindir o resulta muy difícil hacerlo por razones de dependencia psicológica o incluso fisiológica. Toxicómano fui yo mismo hasta el año 2009. Ese año, un día dije NO y dejé de meterme en el cuerpo los 100 pitillos de Peter Stuyvesant Ultra Ligth que me metía diariamente. Tantos eran que, aunque yo no me tragaba el humo, eso era lo de menos, porque era el humo el que me tragaba a mí. Donde yo estaba había un incendio. Debo decirles, sin petulancia ni chulería por otra parte, que no me costó excesivo trabajo dejar a aquel mi más terrible amigo de toda la vida. Sólo con un firme NO por delante y la voluntad decidida de hacerlo, sin más chicles, parches, subterfugios engañabobos ni otra parafernalia de la panoplia puritana o republicana.

Por fin la tercera palabra, y ya les dejo descansar y pasar a secciones más relajantes de este mismo semanario, la palabra hipocondría, preocupación y miedo a padecer, o la convicción de tener, una enfermedad grave, a partir de la interpretación personal de alguna sensación corporal u otro signo o síntoma que pudiera aparecer en el cuerpo.  Hipocondríaco era el famoso “Enfermo imaginario” de Jean Baptiste Poquelin- “Molière”, el gran padre del Teatro francés, que no sería tanto (lo de enfermo imaginario) cuando murió (también era actor) sobre las tablas representando su propia obra de “Le malade imaginaire”, que era mentira y pura ficción literaria, pero que aquel día resultó verdad, miren por donde. Iba vestido de amarillo, color que los actores suelen asociar, desde entonces, con la mala suerte, a la que ellos conjuran deseándose “mucha mierda”…para no mencionar a la suerte ni de refilón.

Y es el caso que hoy he venido a hablarles de palabras, porque pienso que es de lo poco que me venía quedando más o menos íntegro en mi bagaje, y  he estado sintiendo en los últimos días un cierto malestar, un incómodo desasosiego interior -aparte otros muchos malestares físicos- por darme la sensación de que algo, o alguien, me estaba borrando las palabras, y aunque tengo a mi nieta Alba que me las recuerda y me permite y hasta anima a inventar alguna que otra nueva para ella, tenía la incómoda sensación de eso, de que se volaban, me abandonaban, palabras que me han acompañado toda la vida. Como les digo. Me hizo falta comprar cuchillas de afeitar y sólo me venía a la mente la palabra INOXCROM, marca de plumas estilográficas y bolis; después reconduje mis neuronas y ya me vinieron a la memoria otras marcas como Wilkinson, Filomatic, y por fin, porque era la buscada, Gillette, inequívocamente francesa, como Marcel Proust, el aclamado autor de “En busca del tiempo perdido”, que, con magdalena o sin ella, está perdido (el tiempo, digo), definitivamente, y que está acreditado que, aparte excelente escritor, fue también toxicómano, hipocondríaco y megalómano. Lo tenía todo, el muchachico…