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El Viaje (más final aún) a Ninguna Parte. Los coches de nuestra vida: EL SEAT RONDA, un coche muy peliculero (IV)

El 127 no había sido un mal coche, de manera que decidimos mantenernos fieles a la marca. Así que, cuando en 1984, inicié mi andadura como nuevo director del aún Instituto de Bachillerato Mixto de Cieza, para un año, decidí (y digo bien lo de decidí porque fue la única ocasión en la que la decisión fue exclusivamente mía), comprarme un “Ronda”, un nuevo modelo proveniente del Fiat Ritmo, cumbre por entonces de la modernidad automovilística, con muchas lucecitas y engañabobos, que supo venderme muy bien Luis Belló,JR hijo del concesionario, en 850.000 pts., que no recuerdo muy bien cómo pagamos pero que de nuestro bolsillo salieron y pagadas quedaron fehacientemente.

El Ronda fue el coche de mi primera etapa como director del instituto, sin duda la más trabajosa, apasionante y divertida. El Instituto salía de un régimen cuasi franquista, o sin casi, y yo, con 33 años, la edad de Cristo (y parecida voluntad de sacrificio, si no es irreverente decirlo) me propuse instalarlo, con algunas torpezas, por otra parte, en la naciente y creciente normalidad democrática del país. Para ello me rodeé de un equipo directivo joven, y- digámoslo-, progresista (la palabra no estaba tan devaluada como ahora…). El abaranero José Antonio Carrasco Carrizo como vicedirector, el molinense Ramón Cantero Pérez, como secretario, el murciano José Emilio Iniesta González como vicesecretario, y el “guerrillero” ciezano Mariano Guirao Martínez como Jefe de Estudios, bien acompañado por su esposa Mercedes, andaluza salerosa y más guerrillera si cabe aún que él. Mariano, como un toro noble, era la fuerza, Mercedes la astucia. Una relación inolvidable, que duró dos años, hasta que a ellos les dieron traslado a Motril.

Trabajaron todos mucho y bien y la maquinaria del Instituto, que por entonces tenía más de 1.000 alumnos, funcionó perfectamente engrasada. Yo empecé a poner en marcha mi nueva unidad móvil, el SEAT RONDA, color champán, que, alborozado quizá por el estreno, se pasó él solico la primera salida a la calle, haciendo sonar estrepitosamente el pito (nunca mejor dicho y que valga la “rebuznancia”), que se quedó enganchado y que no hubo manera de silenciarlo hasta que no pasamos por el taller. Una primera salida bien sonada, como de recién casados, aunque bastante bochornosa, la verdad. Sería la primera, y ya el primer día, de múltiples peripecias. Si es que ya les dije que los míos han sido coches con épica, con narrativa, aunque sea de andar por casa.

En la peripecia cinematográfica del Ronda habría dos significados hitos precedentes, uno el viaje a la Universidad Laboral de Cheste, en Valencia, para recoger el premio otorgado por el Programa de Alumnos del MEC al cortometraje “Paranoia”, del “Colectivo de Vídeo del Instituto”, en el Cinema Joven valenciano,  con un papel estelar de José Castaño Semitiel en la interpretación y de Libanio da Silva detrás de la cámara. La película había impresionado positivamente a los profesores de Imagen de la UNED Agustín García Matilla y Roberto Aparici, que se convirtieron en grandes valedores del Instituto allá donde concurrió con sus producciones, como en el Certamen de Cine y Vídeo Escolar de Varsovia donde en 1990 el instituto obtendría el Gran Premio del Concurso con su producción “Puerto Errado”, una excepcional interpretación de Ignacio Egea Marín, administrativo del instituto que desde entonces ya prácticamente salió en todas las películas del centro. Fue su consagración, aunque no le dieron ningún óscar y siguió ganando lo mismo. Sólo ganamos en camaradería, amistad y cervezas, y buen testigo de ello fue el Bar La Morena, en la carretera de las Ramblas, que convertimos en nuestro centro de logística, operaciones, repostaje cervecero, sobre todo, y ruidosas conversaciones tras cada sesión de rodaje. Y siempre con el Ronda, sobrecargado de pasajeros, cuesta santa la Ros arriba, cuesta santa la Ros abajo. En medio El Ventorrillo. Algo más abajo, la Morena. Las cervezas las pagamos con las 60.000 pesetas del premio otorgado a Paranoia en Valencia.

El segundo hito fue la locura de producir en el Instituto nada menos que un largometraje, “La escritura del diablo”, de 86 m. de duración, e incorporar a la locura a un genial y tantas veces disparatado Aurelio Guirao, que, aburrido como estaba ya de las clases y harto de la mala educación y desinterés de los jóvenes estudiantes, acogió la idea con entusiasmo, y tardó apenas tres o cuatro días en tener disponible un excelente guion literario. Un año tardamos en completar y llevar a término la proeza de grabar la película, ambientada en parajes de los alrededores de Cieza, en el monasterio de la Santa y Vera Cruz de Caravaca, donde mi hija pequeña Patricia, de pocos meses todavía, nacida en Junio de 1987, sería bautizada por tres “monjes” de excepción, Pepe Ortiz, el conserje, Ignacio Egea Marín, administrativo del centro y Juan Gómez Saorín, profesor de Tecnología. La fundación Cajamurcia dirigida por entonces por un excepcional mecenas renacentista como Miguel Franco, decidió arriesgar y apoyó la producción de la película con un millón de las antiguas pesetas. La película se estrenaría finalmente en un evento “multitudinario” al que asistieron más de 300 personas en el Aula de Cultura de CajaMurcia en la capital de la región. El insólito acontecimiento de la culminación de un largometraje de época (estábamos en el momento del gran éxito de “El nombre de la rosa” en todo el mundo, nos pondría en las páginas de periódicos y revistas, emisoras de radio y televisión (a mí, de hecho, como productor, me hicieron una entrevista de más de 10 minutos en el programa de alcance nacional “La Tarde”, conducido por Andrés Aberasturi y Cristina Higueras. La única vez que estuve en el Pirulí, a donde me llevó, por supuesto, nuestro rutero y peliculero SEAT Ronda, que, de momento, sobrecargado de juventud e ilusión, incumpliendo normas de tráfico a tutiplén  en circulación alegre y desmadrada, se portaba bien. Después vendrían unas cuantas ruinas… Recuerdo salir del Pirulí ufano, feliz y orgulloso, con la cabeza asomada por la ventanilla por si alguien me reconocía. Y sí, con el tiempo descubriría que un ciezano antiguo alumno del instituto, José Martínez Ballesteros, excepcional persona y gran locutor de radio, desde Melilla, donde hacía la mili, se había sorprendido al verme aparecer en aquellas imágenes; sí, José Martínez Ballesteros, a quien dejé hace unos años poniendo una alarma en su casa familiar de la Gran Vía, en el arranque del Camino de la Estación. No lo he vuelto a ver. Seguirá en Almería, con sus radios, su voz y su ensimismamiento locutórico.

Estábamos en el inicio de una etapa prometedora, España era aún ancha, alta, y larga, además de una, grande y libre. Había senderos por recorrer y campos que trillar, y al Ronda todavía le quedaba algo de fuelle en sus entrañas de tornillos siempre por apretar.