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¿Por qué hay una España vaciada?

En realidad, hay dos Españas: una urbana, en general pujante, que crece sin parar; otra rural o de ciudades pequeñas, que se empobrece cada vez más y en consecuencia se despuebla. Esta última es la que llamamos España vaciada.

No es un fenómeno de ahora. Aunque en nuestro país es más reciente que en otros, el proceso ha sido simple, explicado en detalle tanto por la Geografía como por la Historia: el desarrollo del capitalismo y la Revolución Industrial se basaron en la concentración de riqueza (industria, comercio) en las ciudades, riqueza que actuaba de polo de atracción para la población que malvivía en el medio rural y para los capitales que existían en este. Porque, curiosamente, buena parte de la riqueza que hacía despegar a las ciudades provenía del campo, aunque sus productos perdían al mismo tiempo valor frente a los industriales y el comercio.

A lo largo de los siglos XIX y XX Europa vivió este proceso, de forma más acelerada en algunos países, más lenta y tardía en otros. Sin embargo, la respuesta a este fenómeno de huida del campo a la ciudad, conocida en Geografía como “éxodo rural”, fue diferente también según los países y las condiciones geográficas. Los países grandes y poco poblados con agricultura poco desarrollada y extensiva, como es el caso de España, vieron cómo sus zonas agrícolas tradicionales se iban vaciando hasta llegar a quedar, en muchos casos, prácticamente abandonadas. En especial en las zonas donde se podía mecanizar la agricultura, los jornaleros se vieron ante la tesitura de emigrar o morir de hambre, sustituidos por las máquinas. E hicieron lo primero: irse a donde podían encontrar trabajo y un futuro para sus hijos, a las ciudades.

¿Por qué existe la España vaciada? La respuesta es sumamente sencilla: porque los habitantes de estas zonas, en especial los jóvenes, no tienen posibilidad de desarrollar su proyecto vital allí donde nacieron y se criaron. En las zonas rurales en las que las que la base fundamental de la economía es la agricultura extensiva mecanizada no se crean apenas empleos, y los escasos existentes suelen ser poco especializados y mal pagados. Por tanto, los jóvenes emigran y crean sus familias en las ciudades a las que se trasladan, aumentando la población y los servicios asociados de estas. Por el contrario, las zonas rurales pierden población y envejecen, envejecimiento que acelera aún más la bajada demográfica y la pérdida de servicios. Y también, todo hay que decirlo, se empobrecen.

Es de lógica: el vaciamiento de las zonas rurales (no de todas; las de agricultura intensiva se mantienen por el momento vivas) es consecuencia de la evolución económica y social de nuestro sistema. La cuestión es la respuesta que las autoridades, el Estado, den a este proceso. Y lo malo es que en España esta respuesta ha sido, como mucho, tibia, e incluso inexistente. Las zonas vaciadas son atravesadas por vías de comunicación rápidas y de alta capacidad construidas por el Estado que unen los grandes centros urbanos y de producción, pero que no aportan prácticamente nada a la economía y el desarrollo de estas zonas. Las autonomías han ralentizado algo el vaciamiento, pero muy poco, ya que, aunque mantengan servicios como escuelas y consultorios médicos (y no siempre), poco hacen por favorecer en estos futuros desiertos demográficos la implantación de empresas o de nuevos modelos de explotación que paren el proceso y que lo puedan revertir. Incluso servicios tan fundamentales como los bancos dejan a los habitantes de la España vaciada sin ninguna atención financiera, cerrando una tras otra sus sucursales y cajeros automáticos.

Hay algunos factores que pueden dar alguna esperanza a esta media España que se muere. El turismo, por ejemplo, en su versión rural, aprovecha la riqueza paisajística y natural para atraer turistas de zonas urbanas, creando así riqueza y puestos de trabajo. Pero se trata de un remedio demasiado hipotecado por la estacionalidad y la variabilidad de los gustos del público como para resultar la panacea. También puede ser importante la vuelta, una vez jubilados, de muchos de quienes emigraron en su momento. Pero se trata de población mayor, con necesidades sanitarias y de cuidados que, en demasiadas ocasiones, no pueden ser atendidas en este medio rural envejecido. Y, cómo no, las zonas vaciadas deben hacer valer sus votos y diputados para obligar a los partidos políticos nacionales y autonómicos a tenerlas en cuenta.

De hecho tienen que ser el Estado y las Comunidades Autónomas quienes actúen decididamente para evitar esta muerte lenta de la España rural. Es necesario crear en ellas polos de atracción para nuevas industrias y negocios, aunque ello vaya en contra del dogma neoliberal económico, que afirma que las consecuencias del desarrollo económico son naturales y que hay que apechugar con ellas: el mercado es sagrado y sus consecuencias, intocables. Aunque la disyuntiva es evidente, o se actúa o la España vaciada quedará desierta en pocas décadas. Y, por lo que estamos viendo, el problema empieza a afectar también a zonas de agricultura intensiva con gran utilización de mano de obra, cuyo crecimiento se está ralentizando ante la excesiva especialización y la progresiva tecnificación. Y como ejemplo, la propia Cieza, cuya población lleva ya más de una década sin variar, a pesar de la fuerte inmigración verificada.