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Desastres naturales de los que tenemos que aprender

El hombre es el rey de la naturaleza. O eso creemos los hombres. Hasta que la naturaleza nos enseña que somos demasiado engreídos y que la modestia debería tener su espacio en nuestra forma de entender la vida.

El pasado lunes 6 de febrero la tierra temblaba con violencia en Oriente Próximo. Con mucha violencia, en realidad: 7,8 grados en la escala de Richter, siendo además un terremoto muy superficial y, por tanto, mucho más destructivo. Miles de edificios colapsaron y cayeron sobre sus ocupantes, causando según el último balance más de 20.000 muertos, cifra que puede ser mucho mayor ante las decenas de miles de personas que se encuentran en estos momentos desaparecidas.

No se puede hacer nada para impedir un terremoto, ya que las fuerzas tectónicas superan infinitamente cualquier tecnología o actuación humanas. Podemos en ocasiones predecirlo con algo de antelación, pero de ninguna manera detenerlo o aminorar su potencia. Sin embargo sí que podemos prepararnos para hacer menos dramáticas sus consecuencias. Un ejemplo en este sentido es Japón, donde terremotos tan intensos como el de Turquía y Siria apenas causan víctimas y daños materiales. Ello se debe a que las normas oficiales de construcción japonesas son muy estrictas y están diseñadas para que los edificios y las infraestructuras resistan terremotos de gran magnitud sin colapsar. Algo que sin duda encarece su construcción, pero que ahorra muchas vidas y mucha destrucción cuando se desencadena la furia geológica. Y también, claro está, mucho dinero.

En Turquía y en Siria la situación ha sido radicalmente contraria. Desconozco si existen normas antisísmicas en los reglamentos oficiales de construcción de estos países (aunque en Siria el estado de guerra en el país impide cualquier control eficiente, incluso aunque se quisiera realmente llevar a cabo). Pero sí sé, porque lo dicen todos los expertos, que no se cumplen en absoluto, siendo las autoridades las primeras que hacen caso omiso de las mismas y se las saltan a la torera, o bien a cambio de sobornos. En consecuencia, una de las zonas sísmicamente más activas del planeta y, por tanto, sumamente peligrosas, se encuentra prácticamente a merced de estos desastres naturales. Resultado: decenas de miles de muertos, de desaparecidos, cientos de miles de personas sin hogar, ciudades prácticamente destruidas, innumerables vidas truncadas y un futuro muy negro para los supervivientes.

Y para acabar de pintar este panorama desolador, una preparación para hacer frente a este tipo de desastres nula o casi nula. La ayuda internacional, que fluye como un torrente, suple en parte esta deficiencia, pero de ninguna de las maneras es suficiente para atender adecuadamente esta emergencia. Todo lo cual nos debería hacer pensar.

Porque, como reza el castizo dicho castellano, “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Y no se trata de ninguna exageración, de alarmismo barato, de intentar meter miedo al personal. Aquí, en Cieza, en Murcia, en buena parte del sudeste español, vivimos sobre una zona sísmica de las más conocidas, y activas, de Europa. Y si no, recordemos lo que ocurrió el 11 de mayo de 2011 en Lorca, aquí al lado: nueve muertos y 1600 viviendas destruidas en un terremoto de magnitud 5,1.

Ciertamente la magnitud de ambos seísmos era diferente. Pero también, y esto es lo importante, lo era la preparación. En España, y desde hace décadas, existen unas normas antisísmicas bastante estrictas para la construcción en las zonas más expuestas a los terremotos. Normas que se deberían cumplir a rajatabla, porque el peligro está ahí, acechando, y en cualquier momento se puede convertir en realidad. Cierto es que probablemente los edificios más antiguos, los construidos antes de que existieran estas normas obligatorias, se verían muy afectados por un terremoto fuerte. Pero cada nuevo edificio construido según la normativa supone un seguro para quienes los habitan o lo utilizan.

A lo que hay que añadir la preparación para enfrentarse al desastre cuando ocurra. Y digo cuando, y no si, porque esa es la realidad: tenemos la seguridad de que nuestra zona sufrirá terremotos de mayor o menor intensidad y debemos prepararnos para cuando estos se produzcan. Y no solo con las normas antisísmicas, sino también preparando infraestructuras de protección civil y reservas de maquinaria, enseres y alimentos para cuando ocurra el desastre, de tal forma que las víctimas sean rápida y adecuadamente socorridas. Es responsabilidad de las autoridades tenerlo todo a punto para cuando haya, desgraciadamente, que utilizarlo.

Es mejor prevenir. Y como no podemos evitar los terremotos y sus desastrosas consecuencias, aprendamos de lo que otros han sufrido por falta de preparación y pongamos en marcha las medidas, los preparativos, que nos permitan paliar y minimizar los daños cuando aquellos lleguen. Curemos, sí, pero sobre todo prevengamos, para que el llanto y el crujir de dientes no sean nuestra única reacción posible ante un desastre natural que no podemos evitar, pero cuyas peores consecuencias sí podemos paliar y aminorar.