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Hijos a la carta

La ciencia avanza que es una barbaridad. Y cada día nos desayunamos con algún nuevo logro que nos empuja un poco más hacia un futuro lleno de posibilidades casi infinitas. La cuestión es: ¿estamos preparados para ello?

En uno de los libros de uno de mis escritores favoritos, Stanislaw Lem, uno de los personajes afirma lo siguiente, refiriéndose a la posibilidad científica de cambiar la forma del propio cuerpo: “¿por qué no cambiar, si podemos cambiar?” Sin preocupación ética alguna, se anteponen la capacidad y la voluntad a la moral. Como podemos hacerlo, lo hacemos.

Y hoy estamos no ya cerca de plantearnos este dilema, sino plenamente inmersos en él. Como muestra, dos botones: la reciente gestación subrogada que ha dado una hija a una conocida presentadora y actriz a sus 68 años y los avances descomunales en inteligencia artificial que se están aplicando en los últimos tiempos en todos los ámbitos y que no han sido previamente discutidos o analizados hasta sus últimas consecuencias.

Voy a referirme en este artículo a la primera, sobre todo por su enorme repercusión mediática, dado que la presentadora es unas de las más conocidas (por su trayectoria profesional y por sus vivencias personales) del país. El debate está siendo interesante y las posturas están (o parecen estarlo) bastante encontradas. Desde el rechazo total por diversas causas hasta la defensa del derecho a tener un hijo por los medios que sea. Cada cual tiene sus ideas y sus argumentos para defenderlas. Sin embargo, y aunque yo también tenga mi opinión al respecto, no va de ello mi reflexión, sino de las posibilidades que nos brinda la ciencia en cuanto a la reproducción de nuestra especie, que abren perspectivas difícilmente imaginables.

Hoy en día una mujer o un hombre estériles pueden tener hijos propios mediante manipulación genética. Incluso una mujer que haya sobrepasado ampliamente la menopausia puede llevar en su vientre hijos concebidos por otros y gestarlos hasta su nacimiento. Es posible incluso elegir el sexo o el color del pelo de nuestros futuros retoños, reforzar sus sistemas inmunológicos o eliminar genes dañinos que provoquen malformaciones congénitas. E incluso se pueden clonar seres humanos, algo que con seguridad se ha hecho ya, aunque los autores de estos experimentos se guarden muy bien de admitirlo. Pero, ¿dónde está el límite de aplicación de estas capacidades? Dilema difícil, ya que depende sobre todo del sistema de valores que tengamos.

Así podemos plantearnos si es moralmente lícito elegir nuestros hijos a la carta, sin dejar que la naturaleza haga su trabajo. Cierto es que si se trata de eliminar posibles malformaciones o daños genéticos la ciencia y las posibilidades que nos ofrece son más que bienvenidas. Pero la manipulación genética de fetos para elegir el color de ojos o de pelo, la altura o el sexo (entre otras muchas cosas) abre perspectivas escalofriantes que han sido abordadas incluso por la ciencia ficción y que podrían terminar con la humanidad como hoy la conocemos, en beneficio de una superhumanidad, de una raza superior genéticamente modificada que considerase inútiles a los humanos naturales, engendrados de forma tradicional. Y no se trata de una suposición; acordaos, lectoras y lectores, de lo que ocurrió con los nazis y otros grupos políticos fanáticos en el siglo XX.

EL caso es que podemos hacerlo. Ya lo hemos hecho, aunque de forma artesanal hasta hace poco, con los animales y plantas, que hemos ido transformando desde sus formas originales a otras que nos son más útiles y productivas. Algo que se ha acelerado conforme la genética y la biología han avanzado en el último medio siglo, hasta el punto de que puede afirmarse que hoy en día no comemos absolutamente nada que no haya sido manipulado genéticamente, ya sea por los medios tradicionales (selección de especies más adecuadas) o por el simple y duro rediseño de los genes de animales y plantas.

¿Es esto malo? Puede opinarse sobre el tema. Pero la manipulación de los genes humanos, siempre que no sea para eliminar posibles taras o daños, permitiría por ejemplo crear individuos especialmente dirigidos a la realización de tareas duras o desagradables, así como otros destinados a mandar sobre los demás. Una perspectiva que ya anticipó Aldous Huxley en su novela de ciencia-ficción “Un mundo feliz”, pero que hoy está mucho más cerca de la ciencia que de la ficción.

Hay que establecer unos límites. El poder, la capacidad de hacer una cosa, no debe ser el único argumento para llevarla a la práctica. La ética, la moral y el menos común de los sentidos (ya sabéis, el sentido común) deben ser nuestras guías para definir estos límites, que de ninguna manera pueden basarse en criterios mercantilistas, de beneficio económico o de modas pasajeras. Y esto es aplicable no solo a la reproducción, sino también a otras muchas ramas de la actividad humana en las que la ciencia abre perspectivas insospechadas… aunque no siempre positivas.