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¡Prometed, prometed, malditos!

Campañas electorales nos manda el destino y sufrirlas debemos. Pero en ocasiones nos llevan no ya al aburrimiento supino, sino al más excelso de los cabreos, al tratársenos como si fuéramos tontos… o algo peor.

Y la actual está batiendo todos los récords. El otro día lo comentaba con una compañera, la cual se sentía incluso ofendida por el trato que algunas formaciones dispensan al respetable público, al considerarnos poco menos que débiles mentales con sus increíbles propuestas.

Dicen los analistas que estas elecciones están desarrollándose en clave nacional. Y sin embargo se trata de unos comicios locales y autonómicos, en los que se dilucida quién manda en los ayuntamientos y en las comunidades autónomas. De ahí que las propuestas que sería menester que se hicieran a los ciudadanos deberían centrarse sobre todo en estos ámbitos de actuación. Y a ser posible, en el municipio o comunidad de los que se trate. No es cuestión de crear un programa electoral estándar para todas las ciudades de España: hace poco pudimos ver uno que proponía ampliar el metro de Almería, ciudad que carece por completo de este tipo de transporte. No estaría de más que esos programas se centrasen además en los problemas reales que los ciudadanos padecemos en nuestros pueblos, urbes y autonomías.

Que de hecho son los que nos importan a la mayoría en este momento. Ya llegará el turno de hablar de España y de Europa, que son tan importantes como los otros ámbitos pero que se disputan en otras elecciones, posiblemente allá por noviembre. Ahora toca lo más cercano y queremos oír propuestas, a ser posible realistas y razonables.

Lo malo es que en demasiadas ocasiones los programas electorales, esas entelequias que existir, existen, aunque poquísima gente los haya visto (y menos leído), se quedan cortos rápidamente. Puede que sea porque muchos partidos intentan que no quede por escrito testimonio de sus promesas, ésas que luego no cumplirán. El caso es que según avanza la campaña las bocas de los candidatos se van calentando y salen de ellas multitud de ofrecimientos, de esas promesas que a veces resultan no sólo ridículas, sino incluso insultantes para un electorado cuya inteligencia está en decadencia, hay que admitirlo, pero que todavía es suficiente para discernir entre la verdad y la fantasía.

Y después de las promesas, los improperios. Recurso que denota no sólo falta de educación y de saber estar, sino también impotencia y ausencia de propuestas propias. Cuando no se critica en el contrario lo que uno mismo hace, colmo de los colmos de lo mezquinos que pueden llegar a ser algunos (y algunas) políticos/as. Algo que debería alarmar a los votantes, pero que en un ambiente político en el que se perdona todo a los tuyos y nada a los adversarios no suele tener mayor repercusión. Más bien al contrario, reafirma al rebaño de seguidores en la creencia en su razón y verdad.

Obras son amores, y no buenas razones. Otra de las cuestiones que llaman siempre la atención en las campañas electorales, en especial en las que se dirime quién gobernará los ayuntamientos del país, es la fiebre constructora que consume a la corporación saliente desde unos meses antes de los comicios. Resurgen entonces de sus cenizas pasos de cebra y señales de tráfico que dormían el sueño de los justos desde años atrás; se asfaltan calles que daban la impresión de haber sido bombardeadas recientemente; se engalanan parques y jardines como si no hubiera un mañana; y en general se acometen obras y reformas que, por algún motivo más allá de nuestro corto entendimiento, no se pudieron iniciar antes, a pesar de que hacían falta. Y que nadie piense que me refiero a una corporación en particular, sino a casi todas las que en los ayuntamientos hispanos han sido y gobernado.

En fin, que las promesas se las lleva el viento y que, a lo mejor, esta ciudadanía anestesiada de la que formamos parte tampoco es muy exigente a la hora de demandar su cumplimiento. Y por ello algunos, muchos políticos prometen a troche y a moche con la íntima e inconfesable intención de no cumplir lo prometido.