Crecí escuchando cómo mis mayores me contaban que sus mayores, padres o abuelos, viajaban a Francia a la vendimia para poder sacarse unas perricas y ayudar a los familiares que aquí quedaban. En las últimas décadas, se han escrito ríos de tinta sobre estos viajes de miles de españoles en busca de un futuro mejor. Hoy, son pocos los que emigran, pero muchos los que recorren nuestro territorio con el fin único de, algún día, poder dejar de ser temporeros y volver a ser ciudadanos de uno u otro país. Ellos son los temporeros del presente, nuestros abuelos, los del pasado.
Hace unos días escuchaba a Javier Cercas decirle a Carlos del Amor: ‘’ Del desarraigo nace mi vocación de escritor’’ ¿Alguna vez han sentido desarraigo hacia su entorno próximo o hacia algo que forma parte de su vida? ¿Se han parado a pensar cuánto de desarraigo hay en todos aquellos inmigrantes que, por estas fechas, llegan hasta nuestra tierra para hacer el trabajo que nadie quiere hacer? Yo sí lo he pensado y también he imaginado como puede ser su vida siendo un desarraigo continuo. No conocen a nadie, no sienten apego ninguno y no siente el calor del fuego familiar. Aquí todo es distinto, todo es lejano y todo es frío, sin embargo, cada mañana caminan hacia el mismo punto por, simplemente, poder volver a casa algún día, si algunos vuelven, porque otros, directamente, prefieren morir sin patria y sin familia. Prefieren morir en el anonimato de una tierra que solo los quiere de abril a agosto, cuando la fruta apremia y el tiempo amenaza lluvia.
Cada mañana, cuando voy al trabajo, me cruzo con muchos de ellos, algunos llevan una gorra para esconder sus rostros, ¿sienten vergüenza, sienten miedo? Otros, se sientan en los portales y toman un pequeño café mientras la furgoneta gris no llega. Un nuevo día en el campo les espera, ahí doblan su alma o estiran su corazón para que la cadena de consumo pueda iniciarse. Sin ellos, nada sería posible, puesto que en ellos reside la esperanza de llevar el pan de cada día a nuestras mesas. Los temporeros pisan nuestro suelo, duermen en nuestras carreteras y recorren nuestros huertos con la esperanza de, algún día, poder ser uno de nosotros, no como personas, puesto que ya lo son, sino como ciudadanos de un país llamado España, pero ciudadanos de pleno derecho y sin el miedo constante a que partidos de nuevo cuño les señalen como culpables de todos los males de esta nuestra patria, como ellos dicen.
A veces, cuando el trabajo me da un respiro, les pregunto por su origen, por sus familiares y por sus ciudades de acogida. Algunos me niegan la mayor, el regresar un día a su tierra, otros, simplemente, te cuentan que su tierra está a tantos kilómetros de la capital de su país, pero en sus rostros se deja adivinar un algo que no consigo descifrar, sin embargo, sus miradas y sus arrugas me cuentan historias de superación, de lucha, de trabajo, de arriesgar para vencer, de kilómetros recorridos sin destino final y de horas, meses y año sin sus familiares. Muchos españoles tuvieron que salir de España en la posguerra para poder llevar a sus mesas un mendrugo de pan ¿recuerdas cuando te lo contaba tu abuela? Pues, si no lo recuerdas, reescribe la historia, pero ahora, en lugar de poner a tus familiares en el centro de la historia, ponlos a ellos, los temporeros del hoy, los que sin patria ni familia vienen hasta nuestras ciudades para poder soñar con, un día, regresar a casa, abrazar a sus familiares y besar en la frente a sus abuelos.
Al alba, mientras tú duermes, ellos ya pisan nuestras aceras, no te olvides de respetarlos, son como tú.
Nos vemos en 15 días, mientras sigo observando la vida.