Hace unos días, durante una cena entre amigos, nos contaban una experiencia “extraña” que vivieron dos de ellos cuando en la tarde de un domingo invernal, subían por el camino que lleva a la ermita de la Virgen del Buen Suceso.
Cuenta esta pareja que en una de las numerosas curvas de Zigzag observaron una presencia que no parecía de este mundo. Al principio pensaban que les estaban gastando una broma, pero al subir y llegar a la altura donde habían observado a la insólita figura se dieron cuenta que estaban completamente solos y que la “mujer” vestida de blanco se había esfumado sin dejar rastro.
“Las alpargatas gastadas apenas resistirían otra de las largas caminatas hasta llegar al collado de la Atalaya, un pequeño inconveniente que no iba a desbaratar su ritual diario, la subida hasta aquel lugar donde podía divisar las entradas a Cieza y además era el sitio favorito de su hijo.
Juana subía despacio, sus piernas cada vez más cansadas propiciaban que aquel día, a cada paso, tuviera que parar y sentarse en la roca más cercana para poder descansar. Mientras subía recordaba aquella sonrisa soñadora de su hijo, las ganas de ayudar a los demás y la alegría que contagiaba a los que lo rodeaban. Su hijo era lo mejor que le había dado la vida, una vida difícil que había compensado tanto dolor con la suerte de traer al mundo a una persona especial y maravillosa que había nacido para hacer feliz a todo aquel que estaba cerca de él. Julián su hijo era de esas personas que hacían del mundo un sitio mejor, amaba intensamente todo lo que hacía, pocas veces se enfadaba y su sonrisa era como una pócima mágica contra la tristeza. No había sido fácil sacar adelante al pequeño, pero solo él le dio la fuerza necesaria para seguir adelante cuando el padre del chico los abandonó.
Hacía casi 5 años desde que su hijo se fue, poco después llegó aquella maldita carta que le borró la sonrisa y desde entonces, subía cada día con la esperanza de observar desde lo alto de aquel maravilloso lugar la llegada de su hijo, sabía que volvería y que pasaría por su lugar favorito, aquel lugar vital y fantástico.
La subida se le hacía cada día más dura, le costaba respirar, pero siempre buscaba entre sus recuerdos y de esa manera encontraba las fuerzas para seguir por aquel sendero hasta llegar a su destino. Ya casi había llegado pero la necesidad acuciante de parar volvió y no tuvo más remedio que apoyarse en la enorme roca que quedaba muy cerca de la cima. Al principio se agarró a la pesada piedra, pero sus piernas temblaban y tuvo que apoyar su espalda, intentó respirar profundamente para acomodar los latidos de su corazón, cerró los ojos y poco a poco se dejó envolver en una calma que no había conocido hasta ese momento. De repente el sonido de una carcajada detrás de la gran piedra donde estaba apoyada la sobresaltó, esa risa la había escuchado en numerosas ocasiones, la voz de su hijo la atrajo y supo que allí estaba, se asomó con mucho cuidado y volvió a ver esa sonrisa encantadora y esos ojos pícaros que amaba, volvió a escuchar esa palabra maravillosa, ‘mamá’.
Era su pequeño con siete años que jugaba a esconderse, pero no tardaba mucho en ser descubierto, no aguantaba mucho rato las ganas de reír, de gritar y de vivir. Al verla, Julián corrió hacia su madre, le entregó un lirio y la abrazó con la fuerza de un chiquillo, la madre encantada le devolvió el abrazo y cogió aquel hermoso regalo, ambos comenzaron a bajar la montaña cogidos de la mano. Esa unión de madre e hijo, ese feliz recuerdo ahora ya infinito, clavado eternamente en el tiempo, quedaría congelado para siempre, en un lugar, sin fecha de caducidad.
Una silenciosa calma reinaba entre los pinos de la Atalaya, no se oía ni un pájaro ni el crujir de las ramas; silencio irreal y etéreo, un encantamiento donde el tiempo y el espacio quedan suspendidos, sin forma ni sentido.
Dos días después unas voces rompían la serenidad del lugar, varios vecinos se percataron de la ausencia de aquella vieja loca que subía todos los días por la montaña. Al llegar a la enorme roca encontraron el cuerpo de Juana; los ojos cerrados, sonrisa en la cara y un lirio blanco la acompañaba.