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Cieza, hoy. Los granizados de limón de mi abuela

Página 106. Mirafiori. Última novela de Manuel Jabois. El periodista gallego escribe: ‘’ los abuelos en la aldea, los padres en el pueblo, los nenos en la ciudad -dijo la vieja, que se dispuso a preparar una tortilla’’. La tortilla no era la especialidad de mi abuela, aunque se hacía muchas para cenar. Su especialidad era el granizado de limón, pero solo cuando era verano. El resto del año tenía un plato ‘’icónico’’ para cada estación, y quizás cada mes.

Posiblemente ha pasado una década desde la última vez que vi alineados esos pequeños vasitos de cristal que contenían el sabor del amor de mi abuela. El verano siempre volvía en esa vajilla de cristal y en ese cazo plateado que mi abuela llenaba hasta arriba de agua, disponiéndolo sobre la panera de madera que, posiblemente, contaba con más años que los que ella tenía. La Juana se fue, pero mi verano todavía conserva el sabor de sus granizados de limón.

La vida es aprender a afrontar que hay cosas que se fueron y que ya nunca volverán. La vida es despedirse de personas, momentos, lugares e incluso recuerdos. Siempre, cuando algo acaba, nos queda esa extraña doble sensación. Por un lado, la sensación de haberlo disfrutado, como cuando la Semana Santa se acaba y, por otro, el saber que nunca más volverás a vivir ese momento exacto, otros parecidos, sí, pero no ese. Yo siempre tengo esa doble sensación, la del disfrute y la de la nostalgia. El saber que lo has vivido y el saber que no volverás a vivirlo como lo viviste la última vez. Es como el primer beso de amor, te empeñas en recordarlo y en sentirlo, pero nada, no hay forma. Ni ahora, ni ayer ni mañana. Lo mismo me pasa cada vez que abro un granizado de limón de Mercadona. Lo abro e intento recordar a que sabían los granizados de limón de mi abuela, la Juana. Solo recuerdo su acidez, sus trozos de limón que no había conseguido triturar y el frío de ese congelador que parecía que contenía en sí mismo el helor del mismo Polo Sur.

Lucho verano tras verano por recordar a qué sabían cada uno de esos vasitos de limón que mi abuela hacía con tanto cariño para sus nietos, su hija y su marido. Lucho por intentar activar en mi mente la neurona que me permita recordar ese sabor para, de esa manera, sentirme más cerca de mi abuela, aunque siempre la tengo a mi lado. Sus granizados de limón coparon, verano tras verano, el TOP TEN de mis sabores preferidos, seguidos muy de cerca por los almendrados que los Valencianos hacían en el obrador de la Calle Angostos. A mí no me volvían locos, pero a ella sí, y, por ese simple motivo, ya ocupaban el segundo puesto de mi lista de platos veraniegos preferidos.

Mis papilas gustativas todavía lloran la perdida de esos platos que configuraron, quizás, los años más felices de mi vida. Mi verano era el granizado de limón de mi abuela; el otoño y el invierno eran sus asados de los viernes – ¡nunca probé nada igual en mi vida- y sus platos de arroz y pollo, con cuatro horas de fuego lento en esos fuegos que se encendían con cerillas de las de la Fonsi; primavera era sinónimo de tortas de reventón- que alimentaban a media Plaza de los Carros- y paella los Viernes Santo, porque, claro, mi abuela, tan católica, apostólica y romana ella, no permitía que el día en el que el Señor estaba muerto se comiera carne en su casa. Todos esos platos sustituyeron a los meses del calendario. Hoy, cuando ya no está, mi abuela permanece en mí en todos esos sabores. Querido lect@r, si ahora cierras los ojos y te detienes en este mundo de aceleración, seguro que recuerdas, cariñosamente, todos y cada uno de los sabores de aquellos platos que con tanto cariño te cocinaba alguien a quien echas mucho de menos y que, tristemente, ya no está junto a ti.

Cierra los ojos con confianza y los verás en la cocina de tu casa o de tu campo, rasera en mano, delantal anudado a la cintura y el fuego haciendo ese chup chup que te avisaba de que había llegado la hora  de ponerse las botas. Esas escenas no volverán, pero, mientras las recordemos, siempre volverán a nuestras vidas los familiares que las hacían realidad,  como cada verano mí abuela Juana vuelve a mi cada vez que huelo a granizado de limón.

Os espero dentro de quince días, mientras sigo observando la vida.