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Ver crecer un bosque

Reviso mi última columna en este medio y, compruebo, estaba dedicada a una mudanza. De esto han pasado ya bastantes semanas y todavía sigo a vueltas con esta idea: la construcción –reconstrucción, en mi este caso– del hogar no algo que se pueda hacer a la ligera. Ocurre cuando ocurre: ahora es un lugar ajeno y, de pronto, ya es un sitio en el que se siente el sosiego de la protección de los penates.

Aunque el cambio definitivamente ha sido a mejor –escribo estas líneas mientras miro, desde mi nuevo despacho, la hermosa sierra de Segovia– y he podido disfrutar de un verano magnífico, no fue hasta anoche que, casi en un susurro imperceptible, pude decir aquello que Juan escribió en sus evangelios: “Todo está cumplido”.

La escena, tal vez modificada por ese arco de recuerdo que lo endulza todo, fue más o menos así: la luz había caído. Habíamos pasado la tarde montando la penúltima estantería de nuestra biblioteca y el cuadro que aguardaba su lugar durante semanas ya lucía en la pared.

Una estantería en escalera a la derecha. Llena de poemas. La otra, su gemela, recién montada y vacía a la derecha. El óleo encima. Mi mujer se fue a la ducha: era nuestro aniversario de bodas y salíamos a cenar.

Podía haber dejado –llevan así un par de meses–, los libros que quedaban por colocar por el suelo. Darles espacio hoy, mañana. Sin embargo, una fiebre ingobernable me hizo ir colocándolos.

Uno a uno al principio. Sin tanto control después… como si este fuera el momento de hacerlo: un cronómetro de destino antes de que el agua de la ducha dejara de sonar. Construir un hogar en apenas unos minutos, ver crecer un bosque de palabras, el arte en las paredes… Mi mundo único, ese espacio natural que escuchará, espero, el ruido que haga al caer cuando llegue la hora.

Sí, todo está cumplido.