Yo este mes podría haber escrito sobre el teatro que tanto me gusta. O haberlo hecho sobre la Semana Santa -sin ser yo la persona más idónea para ello- aunque sólo hubiera sido por recordar cómo la vivía en mi infancia, sentada en la puerta de la tienda de mi abuelo, comiendo tortas de pan dormido y tapándome con una manta a altas horas de la noche para ver procesionar las últimas imágenes, teniendo la sensación de que entonces no se hacía tan tarde como ahora.
Del mismo modo podría haber buscado información sobre nuestras tradiciones y haberme deleitado escribiendo sobre el ‘día de la mona’, cuyos orígenes no parecen estar del todo claros. Unas teorías apuntan a que el nombre proviene de la palabra árabe “mûna”, que significa ‘regalo’ o ‘provisión de la boca’, y que era una especie de obsequio medieval que los musulmanes hacían a sus señores para agradecer el arrendamiento. Otras dicen que esta “mona” era un dulce que ya los romanos ofrecían a Ceres (diosa de la agricultura y la cosecha) durante el mes de abril.
Podría haber escrito sobre la muerte del Papa, el supuesto regreso de Amaia Montero a ‘La oreja de Van Gogh’, o los recién cumplidos ochenta y tantos de Jack Nicholson, Al Pacino y Barbra Streisand, y haber repasado aquí sus extensas y maravillosas carreras. Pero todas estas ideas se han visto ensombrecidas por la aparición en mi vida de un hacker. Y no les voy a mentir: me ha dejado fuera de juego. Uno, por comprobar la facilidad con la que caemos en un engaño. Dos, por ver lo vulnerables que somos en el mundo digital. Y es que no se vayan a pensar que esto ha pasado por enviarle dinero a una supuesta hija bastarda del extranjero o darle conversación a un falso Brad Pitt. Nada más lejos. Todo es mucho más fácil y sencillo. Empieza con el saludo de un conocido: “hola guapi ¿Cómo estás? Vótame, por favor”. Y sin cuestionarte nada más, le das a votar y ¡PUM! Todo salta por los aires. Como en la vida misma.
La preocupación y la angustia no se produce por perder una cuenta en una red social que te permite abrirte otros perfiles tantas veces quieras -¡no!-. Entras en modo psicosis porque no sabes a qué datos van a tener acceso los piratas informáticos. Porque, aunque no queramos ni sepamos -incluso lo odiemos- el mundo está diseñado para funcionar de forma digital y no es posible vivir ajenos a la tecnología. Ustedes, ahora mismo, me leen por Internet. Compramos por Internet. Accedemos a nuestro trabajo, buscamos viajes, habitaciones de hotel, entablamos conversaciones con amigos, realizamos gestiones bancarias, damos nuestros nombres y direcciones, y todo sin temor a través de Internet. Lo que no sabemos es que las leyes no nos protegen de una usurpación de identidad digital o de un ciberataque porque no se contempla como delito. O sea, el mundo moderno nos exige tener un avatar, o un “yo” cibernético con el que operar, pero si alguien o algo se hace con su dominio todo se resume a un: “mala suerte”. Y hasta luego Maricarmen.
Lo que me ha resultado curioso en toda esta operación ha sido la dificultad -hasta el momento nula- de contactar con Instagram. Una plataforma cuyos protocolos sí detectan a la velocidad del rayo un pezón y te penaliza por su publicación, sin tener en cuenta que sea una obra de arte -como ‘La maja desnuda’ de Francisco de Goya o ‘El nacimiento de Venus’ de Botticelli- pero sin embargo permanece inmutable ante la aparición de piratas informáticos que desde Filipinas, Estados Unidos o Tailandia andan robando cuentas de ciudadanos de a pie con el fin de usar sus datos para pedir préstamos bancarios, incitar a otros a invertir en Bitcoin o vender sus fotografías en el mercado negro de la ciberesfera para hacer ¡a saber Dios qué!
En unos meses les diré cómo ha acabado esta historia. Si he conseguido que Instagram borre la cuenta de la que ya no tengo dominio y cómo es mi mundo a partir de ahora, menos expuesto en redes (que tampoco está mal). Nunca me gustaron lo suficiente, pero lo hago porque parece que “hay que estar”. Ya en la carrera, antes de la aparición de todas estas Redes Sociales, tuve un profesor que decía: “lo que no está en Google no existe”. Y yo le respondía: “pues yo soy de pluma de gallina y de tinta de calamar”. Y así me va.