Nuestro país tiene, sin exagerar en absoluto, el mejor sistema de donaciones y trasplantes de órganos del mundo. Es un sistema público y absolutamente centralizado, abierto por igual a todos los españoles, de tal forma que quienes necesitan un trasplante en nuestro territorio están registrados en una lista nacional según la urgencia de su necesidad. Por ello un murciano puede recibir mañana mismo un riñón de un gallego fallecido ayer, o un extremeño una córnea de un catalán, y viceversa. Un sistema perfectamente organizado y que muchos países intentan copiar, aunque otros traten el tema como un negocio y rehúyan el modelo español.
Pero hay una cuestión sin la que nuestro magnífico sistema nacional de trasplantes sería una mera cáscara vacía: la donación de órganos. Y ahí es donde los datos, en especial en Murcia, nos hacen recuperar en parte la fe en el ser humano.
Puede que algunos de vosotros, queridos lectores, haya tenido la desgracia de vivir en carne propia la escena: un ser querido muere abruptamente, sin que medie alguna enfermedad infecciosa o contagiosa. El shock es traumático, imposible de asimilar al principio. No puedes creer lo que ha sucedido. Tú y los tuyos estáis desolados, sin capacidad de reacción.
Y de pronto se acerca un médico que, tras daros el pésame, os pregunta si habéis considerado la posibilidad de donar los órganos de vuestro ser querido. En muchos casos la primera reacción es de estupor. Después, muchos plantean una negativa total, como si donar los órganos del difunto fuese una traición hacia él, una agresión. Otros, tal vez los menos, acceden rápidamente. En algunos, pocos casos, el protagonista involuntario de la escena ha dejado instrucciones al respecto. La cuestión es que no siempre, ni siquiera en la mayoría de los casos, la donación de órganos se hace realidad.
Pero sí en muchos más casos que en el resto del mundo. España es el primer país del mundo en número de donaciones por cada 100.000 habitantes. Y en los tres últimos años el hospital Virgen de la Arrixaca de Murcia ha sido el primero del país en donaciones. Estamos ahora mismo en los niveles que se preveía alcanzar para 2020. Es decir, vamos no bien, sino muy bien. Pero necesitamos más.
Porque aunque seamos los más solidarios, los que más donamos, aún hay gente que muere en una lista de espera porque no hay suficientes órganos. O porque no se encuentra un órgano compatible. Y aumentar el número de donaciones reduciría el número de muertes.
Sé que es un tema delicado. Pero pensad, queridos lectores, en lo que sigue: nuestro ser querido, nuestro familiar, o nosotros mismos cuando nos llegue el momento, no necesitamos ya esos órganos. Porque ya están, estaremos, muertos. Nuestro cuerpo ya no funcionará más, y será inmediatamente pasto de la putrefacción y la degradación. Pero al mismo tiempo hay muchas personas que tienen sus días, sus horas, contados. Porque algún órgano de su cuerpo no funciona como debiera, hipotecando así su vida, y no existe otra solución para levantar dicha hipoteca que extraer el órgano enfermo y sustituirlo por uno nuevo.
Y aquí entra el donante. A veces se puede donar en vida: un riñón, un pedazo de hígado, médula o células madre. Pero la mayor parte de las veces la donación se produce post mortem, ya que se trata de órganos imprescindibles para el mantenimiento de las funciones vitales de nuestro cuerpo. Y es entonces cuando de la muerte, de lo que parece ser el final sin solución de nuestra existencia, surge la vida.
Porque con cada órgano que donemos salvaremos o mejoraremos de forma significativa una vida. Hasta doce vidas puede salvar el cuerpo de un donante. Y el donante habrá muerto, es verdad, pero su muerte habrá dado vida a muchas personas en uno de los actos de mayor solidaridad que se puede concebir. Y el propio donante vivirá en parte en aquellos receptores a los que ha permitido vivir.
¿Es que puede haber algo más hermoso para los propios allegados que saber que la muerte del ser querido, con todo lo que tiene de traumática, de triste, va a dar la vida a muchas personas que sin su solidaridad morirían? ¿Saber que parte de él seguirá aún viva y permitiendo vivir a quienes parecían estar ya condenados sin remisión? Pensadlo. Y apliquémonos a nosotros mismos la conclusión. Aunque sólo sea por egoísmo, porque puede que un día seamos nosotros mismos quienes necesitemos un órgano de repuesto, quienes estemos en esa desesperante pero esperanzadora lista de espera que sólo se mueve gracias a la solidaridad de quienes, al final de su existencia, dieron su propio cuerpo para que los demás vivieran.
Hagámonos donantes. O hagamos saber a nuestros allegados lo que deseamos que se haga con nuestro cuerpo si llega ese momento. Seamos solidarios, incluso más allá de la muerte. Porque desde la muerte seremos donantes de vida.