Nadie tiene que decirme cómo he de morir. Nadie tiene derecho a exigirme, en nombre de lo que sea, que si no quiero seguir en este valle de lágrimas no me despida dignamente, sin sufrimiento, con tranquilidad, reconfortado por asumir mi propio destino. No quiero que nadie me diga que los míos deben sufrir como animales antes de exhalar el último suspiro. Porque eso, la tortura sin esperanza, el sufrimiento sin horizonte, ni para los animales es digno.
Y hay quien se emperra en que mi muerte debe ser como a él le da la gana. Que si es buena, pues que vale. Y si es mala, pues que mala suerte y a apechugar. Y yo le contesto: mi vida, y mi muerte, son sólo mías. Única y exclusivamente mías. Me la dieron, la vida quiero decir, mis padres. Y me la dieron para mí. Y cuando se termine, que ojalá no pasara nunca, ni la mía ni la de nadie, espero hacer honor a la confianza que en mí pusieron mis padres, esa semilla vital que me regalaron, y tener un final como ellos querrían que fuera: tranquilo, sabiendo lo que va a suceder y dando mi consentimiento, despidiéndome, si puede ser, del mundo y de mi mundo, de quienes me quieren y a quienes quiero, sin verles sufrir al verme sufrir a mí.
Y a aquél que se emperra en que yo muera como él quiera o le dictan sus convicciones, le diré: haga usted con su vida, y con su muerte, lo que a usted le venga en gana. Que sus creencias le dicen que sufra lo que no está escrito y que le entierren de tal o cual manera, pues muy bien. Le apoyo en su decisión, que es también la de muchas otras personas. Respeto la opción que ha tomado. Porque estamos hablando de su vida y de su muerte, y de ninguna de las maneras querría obligarle yo a hacer algo con lo que está en desacuerdo y que va en contra de sus principios. Y por la misma razón, fíjese usted, le conmino a que no intente usted que yo muera, o viva, de otra forma que la que yo deseo para mí.
Y después, cuando finalmente haya dicho adiós, quiero seguir decidiendo. Lo haré antes, claro está. Porque si no, sería o bien imposible o toda una sorpresa. Pero lo haré. Dejaré dicho lo que me gustaría que hicieran con mi cuerpo, ya sin mí. Y desde luego, haré(o pediré) lo que a mí me parezca oportuno. Si quiero que me incineren y arrojen mis cenizas en, por ejemplo, Marte (no estaría mal, ¿eh?), pues que así sea. Si me gusta más que metan mis cenizas en una urna y las arrojen a las profundidades abisales del océano, pues eso. Si me gustaría que se hiciera una ceremonia del tipo que fuese, pues así lo pediría. Pero, por favor, que nadie me diga que si no hago lo que es menester (según sus creencias) mi alma vagará eternamente fuera de territorio sagrado y sin salvación posible. Si usted así lo cree, bien por usted. Como antes, a la hora de morir, aplaudo su decisión y su capacidad para vivir, y morir, según sus convicciones. Pero no olvide eso: que son sus convicciones. Que yo no intentaré cambiar, ni muchísimo menos, ni impedirle cumplir con sus preceptos. Y como antes dije, por la misma razón le exijo que usted no lo intente conmigo.
La libertad del ser humano empieza por la capacidad de decidir sobre su destino. En el principio no podemos elegir: venimos al mundo, lisa y llanamente. Pero a partir de entonces hay una cosa que se llama libre albedrío, y que nos capacita, dentro de las limitaciones que cada uno pueda tener, a elegir, a dirigir la nave de nuestra vida. Y cuando llegue el momento de decidir sobre nuestra muerte, ahí seguirá el libre albedrío, instrumento final para decir adiós a esta vida, nuestra y de cada uno y una, como nos parezca más conveniente.
Como reza una frase muy poética, de polvo de estrellas estamos hechos. Y en polvo de estrellas acabaremos convertidos. Y yo quiero elegir el barco que me lleve a mi estrella.