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Cieza, hoy. La comunidad de vecinos

A la memoria de mi vecino Valentín.

Es Cuaresma y mi vecina Manola ha sacado su alfombra de nazarenos. Yo pensaba que este año iba a ser que no, pero ha sido que sí. En esa alfombra reside el reencuentro con la vida y con una nueva ilusión. Yo no la entiendo, y tú, sin conocerla y sin saber de qué te hablo, quizás tampoco la entiendas. Ella es una luchadora y una valiente. Una mujer entregada a los demás, como San Francisco de Asís o Santa Teresa de Calcuta. Todo para los demás, nada para mí. Ella forma parte de mi comunidad. La admiro.

Mi comunidad tiene veinte años. Hace veinte años, esto era un secarral o el patio de las Monjas. Un señor patio que diríamos. Hoy es un edificio más de vecinos, pero es mi edificio. Aquí me siento parte de él y, como Frodo Bolson, también me siento parte de algo. En 2001, Peter Jackson llevaba a la gran pantalla la famosa obra de J.R Tolkien, El Señor de los Anillos. Aquella trilogía arrancaba en un pueblecito de enanos que, alegremente, vivían y disfrutaban de la naturaleza del entorno. Todos eran uno y todos tenían su sitio. Actualmente, cuando en mi comunidad ya comienzan a faltar vecinos, no puedo sino envidiar la felicidad de otros tiempos en los que nadie faltaba y todo era alegría, crecimiento y saludos de buenos días. A partir de 2001, todas las comunidades de vecinos fueron otras, todos intentábamos ser como Frodo Bolsón o como Gandalf, pero eso, nos quedamos en simples comunidades de holas y adioses y, a veces, ni eso.

Cuando uno llega a una nueva comunidad, todo es alegría. Conoce gente nueva, tiene nuevos amigos y nuevos vecinos. Te imaginas con ellos toda la vida, porque los vecinos son eternos y aquí nadie se muere hasta que todos nos morimos juntos, pero, sin embargo, el tiempo pasa y te das de bruces contra la pared. Unos vecinos se casan, como mi vecina Ana; otros se independizan y algunos ya hasta nos faltan. Esa falta ha hecho que, realmente, sea consciente de que no todo es tan bonito como lo pintan  y que la vida, a veces, no es justa. Es difícil subir las escaleras y saber que ya no volverás a ver a un vecino. Es difícil saber que una vecina duerme sola cuando hace tan solo un mes en ese piso eran tres. La vida ahí te está demostrando que nada es eterno, pero, indudablemente, tú siempre tuviste claro que tu comunidad era eterna y que aquí todo iba a ser jijijaja, pero, nada de eso. Se me fueron mis dos vecinos y ahí fui consciente de que el tiempo pasa y las hostias que a veces te pega la vida son tremebundas. No me gusta despedirme para siempre de la gente. Algo me falta cuando una persona cercana se va. A mí me falta algo, pero es que a su familia le falta un mundo o toda una vida. Una sonrisa, un abrazo, un te quiero o un timbrazo que esperar.

Me acostumbré a verlo con Francisco, me acostumbré a verla en su silla de ruedas y en su sonrisa tan particular, pero, lo que es más importante, me acostumbré a que fueran parte de MI comunidad, la comunidad con la que pretendí pasar a la eternidad anclado en el tercero y con los buenos días de los vecinos como despertador. A algunos solo los conozco porque sus nombres aparecen en el telefonillo, a otros, ni los saludos y a otros les he cogido tanto cariño que sus penas son mis penas y sus alegrías son mis alegrías. Hoy, cuando mis vecinos ya comienzan a faltarme, echo la vista atrás y me doy cuenta de que otros tiempos siempre fueron mejores, porque todos estaban ahí y nadie faltaba. Todos los pisos estaban completos y la vida era la sonrisa de mi vecina y el saludo de mi vecino. Hoy me faltan, pero su recuerdo nunca me abandona. Total, eran mis vecinos de planta y quienes me vieron crecer como uno más de este edificio de la Calle Francisco Tomás y Valiente.

Quieran a su comunidad, siéntanse parte de ella y el mundo será un mundo más amable.

Os espero la semana que viene, que ya comienzan las procesiones y hay que hablar de ellas.