Pero hay que ver éste y otros casos dentro de un proceso general de demolición del estado del bienestar a favor de la empresa privada, que no se conforma con competir con los servicios públicos, sino que quiere absorberlos para convertirlos en negocios y en beneficios.
La explicación tradicional, el mantra que repiten los partidarios de la privatización de los servicios públicos, es simple: lo privado funciona siempre mucho mejor que lo público, es mucho más eficiente.
Pero este mandamiento de la religión neoliberal adolece de un pequeñísimo fallo: es absolutamente falso. Como decía mi abuela, más falso que un duro de seis pesetas. Y no porque lo diga yo; ¡qué va! Lo dicen los hechos, que por mucho que algunos quieran retorcer con inventos como la postverdad o con la mera mentira, son tercos y hablan por sí mismos.
¿Ejemplos? Uno que todos conocemos, porque mucha la gente lo está padeciendo en la actualidad. Me refiero a las huelgas que se están produciendo y se van a producir en los controles de seguridad de los aeropuertos. Hasta no hace mucho, los responsables de realizar estos controles eran agentes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado; es decir, funcionarios públicos. Nunca ha habido problemas, el servicio se prestaba de forma eficiente y la seguridad de los pasajeros estaba garantizada. Pero he aquí que el gobierno de turno decide que éste es uno de los servicios que se pueden privatizar, y que si se privatiza, irá a parar a unas manos determinadas, a las que se habrán otorgado todas las facilidades para ganar el concurso del servicio. Esas manos pujarán con precios a la baja para que todo el proceso tenga aspecto de legal, a sabiendas de que así será imposible mantener el servicio con la misma calidad que tenía cuando era público. ¿Y qué se hace entonces? Pues despedir trabajadores, bajarles el sueldo a los que quedan y obligarles a trabajar muchas más horas de las que constan en sus contratos; en definitiva, bajar la calidad del servicio, pero manteniendo sus márgenes de beneficios, o incluso aumentándolos, ya que se exige al Estado que pague más por la concesión, cosa que en demasiadas ocasiones el Estado hace sin rechistar. No en vano los dueños de las empresas concesionarias están muy, pero que muy bien relacionados con los círculos del poder político.
Y si son los mismos agentes de la Guardia Civil los que aseguran que el servicio, antes público, se ha convertido en un desastre, y se les tiene que llamar precisamente a ellos para arreglarlo, pues creo que el asunto queda claro. Y es sólo un ejemplo entre muchos, como la cesión de la gestión de hospitales públicos a empresas privadas, con un notable empeoramiento del coste y de la calidad del servicio, o de los servicios de seguridad de las cárceles, o de una proporción cada vez mayor de la educación pública o de multitud de áreas y servicios que ahora cuesta más mantener y que se han convertido en meros negocios para beneficio de muy pocos: los de siempre. Es lo que muchos economistas han bautizado como “capitalismo de amiguetes”, el dejar la libre competencia para los demás, que para mí están mis amigos en los altos cargos del Estado que se ocuparán de que consiga la porción que quiera conseguir de la tarta del Estado.
No, queridos lectores/as: la empresa privada no funciona mejor que el sector público. O al menos no siempre. Ni siquiera la mayoría de las veces. Los controles y protocolos de actuación que guían la actuación de las empresas y organismos públicos son muchas veces inexistentes en las empresas privadas. Es más, cuando se produce descontrol y despilfarro en la gestión pública, en la mayoría de las ocasiones hay empresas privadas de por medio, de ésas que son de los amiguetes de… Y cuando las grandes empresas privadas van a pique no es porque hayan sido magníficamente gestionadas dentro del ámbito económico privado, sino más bien por todo lo contrario. Y entonces el gobierno las declara sistémicas y acude rauda cual caballería al rescate… con fondos públicos. Y una vez saneadas con el esfuerzo de todos, se venderán a algún amiguete por un precio simbólico para que, en un futuro, el amiguete se acuerde de lo buenos que fueron quienes le hicieron el favor.
¿Y si, a pesar de todos los pesares, la empresa pública funciona bien, obtiene beneficios, es rentable y presta un buen servicio a la sociedad? Pues entonces hay que correr y privatizarla ya, que es un mal ejemplo para el capitalismo de amiguetes. Por cierto, y volviendo al principio, un ejemplo de mal ejemplo: la propia AENA, la empresa pública que gestionaba con éxito y beneficios los aeropuertos españoles y que por ello fue privatizada recientemente por el gobierno, con los resultados que estamos viendo en las últimas semanas.
Y para terminar, una reflexión. Un negocio, una empresa, tiene un objetivo único, y perfectamente lícito: la obtención de beneficio. Todo lo demás se supedita a este objetivo, y en ello reside el principio inquebrantable del funcionamiento del sistema capitalista. Un servicio público tiene también un solo objetivo: precisamente ése, el servicio al ciudadano. Cada uno de los dos tiene su ámbito de actuación, y así debería seguir siendo.
Que cada cual saque sus propias conclusiones.