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Cuatro reflexiones sobre esta columna

La distancia

Cuatrocientos noventa y cuatro kilómetros y ochocientos metros separan mi dirección actual de aquella en la que vivía cuando comencé a publicar mis primeros intentos de periodismo en Cieza en la Red, hace ya unos cuantos años.

Con esta distancia, y prácticamente ajeno a toda la actualidad local –pese a que me lleguen ecos de radicalismos postelectorales en formas de post de Facebook–, me pregunto de qué narices puedo yo escribir en un medio ciezano.

Quede dicho: agradezco la invitación. Pero no tengo muy claro que esto pueda tener algún interés para el lector local, máxime en estos medios digitales donde el clic impide la ‘navegación’ por la página completa y se va a un grano que suele ser –para nuestra desgracia, la de los periodistas, digo– lo más morboso, urgente y perecedero.

No tendría sentido impostar un cariño desmedido por un terruño al que me conectan más bien pocas cosas –nunca he entendido y siempre he envidiado, de una forma extraña, a quienes aman su pueblo por encima de todo–.

Tampoco me sobra el tiempo para leer la prensa y ofrecer una opinión ‘foránea’, poco implicada, sobre las rencillas de la política local, las agendas culturales del municipio o cualquier cosa relativo al mismo.

¿Qué, entonces? Esa es la pregunta. Y, ante la posibilidad de la libertad absoluta, un páramo de ideas que no terminan de aparecer y, cuando apenas asoman, son inconcretas y se caen por su propio peso.

El género

Me dicen mis excompañeros de Cieza en la Red que quieren una columna de opinión. Pese a dedicarme desde hace más de diez años al oficio, jamás he ensayado el género.

Primero, por la cobardía del que duda hasta de sus propios ideales y valores. Segundo, por la absoluta consciencia de mi mediocridad: he considerado siempre la opinión como algo propio de quien tiene algo que decir. Y no es mi caso. Tercero, porque ese tono tan específico, tan de primera persona transferible que con tanto acierto usan los maestros del género, queda muy lejos del alcance de mis manos.

Por eso esto no puede ser una columna de opinión. Un cuaderno, tal vez, en el que divagar (muy de vez en cuando) con mi prosa barroca, llena de subordinadas imposibles, farragosa.

Con un compromiso, casi a modo de prueba, de aliciente autoimpuesto: no caer en los prados que mejor me han acogido siempre: los de la cultura, la literatura y, especialmente, la poesía.  No les cierro la puerta, pues uno es lo que es y hasta a la hora de opinar aparece ese gesto indiscutible que autodefine. Pero sí dejo por escrito mi intención –y es solo eso, intención– de alejar estos textos de lo que suelo hacer habitualmente. De lo que me da de comer, para entendernos.  

El tiempo

Cualquier autónomo sabe que el tiempo es oro. Más si el perfil es el de periodista freelance: las horas son las que son y uno solo tiene dos manos y muchos textos por escribir. El nivel de ingresos tiene un límite, que es el de la velocidad de teclas que se pueden pulsar por minuto (frivolizando un poco). Por eso, el compromiso con este medio no puede ser constante.

Para alguien como yo, a quien le cuesta decir ‘no’, escribir esto aquí es una declaración de intenciones para conmigo mismo. Mi terapeuta seguramente me felicitaría si lo leyera: «Así, sin imponerte nada que no pueda asumir», me diría. Porque ya se sabe: la ansiedad, la carga de trabajo, la pila de libros pendientes que ha acabado por convertirse en una pesadilla de casi 600 ejemplares… Y no se puede. No se puede.

La ilusión

En el fondo de todo ello, la ilusión. De escribir a dedos sueltos, de desengrasar y de probarse ante un precipicio por el que caer no supone la muerte. Y, quizá, conseguir que alguien encuentre algo –una frase, un libro, aquel cuadro que amábamos tanto, la idea de una vejez distinta; ¿ven? La cultura, al cabo– en lo poco que tengo que decir… si acaso alguien decide leerlo.