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Galgos

Cuando vi por primera vez un galgo, se me quemaron los ojos por dentro. Me abrasó una compasión inédita: esa mirada triste y larga, la delgadez extrema del maltrato, la llaga anónima del cuello, las patas como baldosas amarillas que no llevan a ningún reino de Oz…

Cuando vi por primera vez un galgo, se me llenó el corazón de un amor distinto. Qué animales: temerosos y, a la vez, capaces de entregarte su sueño en un paño de lienzo. Cariñosos de una manera particular, siempre dispuestos a la huida, como si intuyeran una maldad constante en los hombres, esa de la que ni nosotros mismos somos conscientes.

Cuando vi por primera vez un galgo, me enamoré de su correr estético, de ese corazón de latido lento, del complejo arqueo de su espalda, del silencio cómplice y abstracto, de la forma en la que se entregan, tan despacio, tan prudentes, tan para siempre.

Contemplé al galgo, lo observé de lejos, aprendí a conocerlo poco a poco, semana a semana.

Y un día lo toqué.

El galgo está siempre caliente. Es un volcán.

Aunque tirite de frío, caliente. Aunque solo sea hambre y carencia, caliente. Aunque soledad y recelo, arde.

Su lomo es un hogar donde encontrar cobijo: cuando lo aprendes, no encuentras muchos otros lugares como ese. Tal vez la mano de quien amas. O una biblioteca propia. Poco más.

Y no es una hipérbole, ahora que la mía me observa, medio dormida, plácida, mientras escribo estas palabras, no puedo ser insincero: no es un juego estético, sino una verdad de confesionario. 

He aprendido a amar a los galgos de la manera en que se dejan. Lo he hecho con la torpeza del quinceañero que besa por primera vez. Más aún, de quien busca con la mano sonrojada los dedos de la otra persona para engarzarlos. Un paso adelante, tres atrás… animales laberínticos estos perros que podrían llamarse miedo.

María Martínez Bautista ha escrito sobre ellos. Dice así:

Podríamos ser como los galgos,

que perdonan humildes, superiores,

el lazo de la horca

y las púas del hambre.

Lagunas estigias de sus ojos

las surca un fuego extraño, por alegre.


Y así es: pese a la pena, pese a los maltratos, pese a las duras vidas que muchos de ellos tienen, pese al trauma que arrastran la mayoría de los que son rescatados, nos indultan a su modo, nos enseñan un perdón herido que deberíamos aprender. Nos sanan ellos a nosotros. Qué misericordia.

Lagunas estigias de fuego alegre son sus ojos.

Cuando me llevé a casa un galgo cambió mi vida.

Para siempre.