Amo los gestos que cambian a las personas. No me refiero a los actos grandilocuentes, sino a aquellos pequeños aciertos que atacan directamente al espacio más sentimental de los seres humanos.
La última gran experiencia que he vivido en este sentido tuvo lugar este verano: habíamos huido del calor de agosto y aprovechamos para conocer Bélgica. Allí pasamos un par de días por la ciudad de Gante, una maravillosa localidad donde sirven unos gofres exquisitos.
En uno de los paseos que dimos por la ciudad, llegamos a la plaza de Sint-Veerleplein, situada junto al castillo histórico de la urbe. Es un enclave encantador, con buenas vistas y una gran cantidad de locales que sacan, cada día, sus terrazas a la calle.
Sin embargo, se trata de un espacio que en el pasado estaba lleno de connotaciones negativas para los ganteses: era la zona donde se llevaban a cabo las ejecuciones de los condenados a muerte. ¿Cuántas personas perdieron la vida allí? No he logrado saberlo, pero desde luego las suficientes como para que muchos de los ciudadanos de Gante evitaran la zona por lo que significaba.
Aquí viene el milagro, el gesto que hace que todo cambie. En 2011 (aunque la obra original es del año 2000), el italiano Alberto Garutti llevó a cabo una instalación artística que cambiaría, para siempre, el espacio de horror que era la plaza: tornó la muerte en vida.
Para ello, situó en medio de la plaza un par de farolas. Estas están conectadas con los servicios médicos de maternidad de la ciudad. La obra habla por sí sola: cuando nace un niño, sus padres tienen la oportunidad de pulsar el botón que, directamente, prenderá las bombillas correspondientes en el centro de la ciudad. Si es de noche, ocurre lo contrario: las bombillas se apagan por un segundo.
Sea cual sea el momento del día, sea quien sea el recién nacido, los habitantes de Gante pueden celebrar, con ellos, su propia vida. Ese parpadeo, dedicado Ai Nati Oggi (A los nacidos hoy), es un minúsculo guiño capaz de alegrar a cualquiera que lo conozca. La imagen es tan poética y real que no puedo evitar evocarla, de vez en cuando, desde que la conocí.
Prender la luz. Solo eso. Y una ciudad que da la bienvenida a un nuevo ser humano que, tal vez en unas décadas, sea quien se acerque a ese botón, en uno de sus días más felices, para seguir iluminando el mundo.