En pleno ambiente jovial y festivo, me encontraba un sábado del pasado octubre hablando con un grupo de chavalas y chavales a los que doblaba la edad, intentando mantener una conversación en la que no aflorara, o al menos no lo hiciera demasiado, ese afán que vamos teniendo los que hemos pasado los cuarenta, por dar lecciones y lecciones sobre la teoría del teorema de cómo deben hacerse las cosas para, curiosamente, no caer en todos y cada uno de los mismos errores en los que previamente hemos ido cayendo nosotros, aquellos que con una cerveza en la mano perdemos la vergüenza el tiempo justo y necesario para posteriormente en la reflexión del hogar, sentirnos ruborizados al recordar el bochornoso parlamento ofrecido horas antes. ¡Cuarentones del mundo!, vamos a intentar madurar con dignidad y entender que para dar lecciones de lo que sea, no basta solo con sentir que se tiene potestad para hacerlo, sino que debe tenerse esa potestad sin dejar lugar a ninguna duda, laguna o tachón en nuestra hoja de servicio, circunstancia que prácticamente nunca se da plenamente, así que dejemos en paz a nuestros jóvenes y que ellos y ellas construyan su camino con sus muchos errores y pocos aciertos, exactamente igual que lo hicimos, lo hacemos y lo haremos nosotros, aunque a menudo se nos olvide.
Esto que les cuento viene al caso, porque hacía tiempo que me apetecía lanzar alguna reflexión sobre ese fenómeno tan al alza como son los festivales y precisamente en la conversación que les he indicado anteriormente, surgió el tema. Concretamente, me comentaba una chica que el lunes siguiente a nuestra charla tenía pensado intentar, ya que es casi imposible porque suelen agotarse muy rápido, comprar el abono para un conocido festival, supuestamente musical, con la paradoja de que dichos abonos salían a la venta sin que los organizadores anunciaran ninguno de los artistas que actuarían en el evento. Y la pregunta es inevitable, ¿qué importancia se le da dentro de un evento “musical” de este tipo a la música?, al parecer la respuesta es simple, practicamente ninguna.
Si partimos de la base de que el público agota las entradas sin ni siquiera saber que bandas forman el cartel, podemos pensar que esto atiende a dos posibles razones: La primera y poco probable, que los potenciales espectadores que asisten al festival estén ansiosos por conocer nuevas propuestas que enriquezcan su catalogo personal de gustos. La segunda, que de las últimas cosas en las que piensa el respetable que masifica estos lugares es la música. Ojo, me parece espectacular que grupos de amigos y amigas se sumerjan durante unos días en lo que conlleva un sarao de este tipo. Algunos de los momentos más destacables de mi vida en cuanto a ocio se refiere tienen como escenario y entorno algún barrizal manchego rodeado de viñas y controles de la guardia civil y como banda sonora cualquier canción de cualquiera de esos conjuntos de finales de los noventa que sin lugar a dudas forjaron mi personalidad e incluso en muchos casos mi forma de pensar. Estamos hablando precisamente de ocio, de diversión, de desfase, de camaradería y amistad ensalzada a base de espirituosas y algunas cosillas mas… y nada de esto es bajo mi punto de vista reprochable absolutamente a ningún usuario festivalero, tenga la edad que tenga, que para eso a día de hoy los tenemos (los festivales) apropiados para cualquier etapa vital de cualquier sujeto en cualquiera de sus estados anímicos posible.
Los grandes festivales de este país, no diré ningún nombre para que nadie se ofenda, están inyectados por dinero que viene de fondos de inversión, los cuales han visto un filón en esta actividad económica en alza que mueve cada año miles de millones de euros. ¿De verdad alguien se cree que a esta gente que pone la pasta en estos lugares que cada vez parecen más parques de atracciones y menos un acontecimiento musical, le importa algo la música?, ya les contesto yo, para nada.
Y la tercera parte de la historia son los artistas que completan las programaciones de estos macroeventos. Por un lado los “consagrados” que lógicamente en su mayoría caen en la tentación que supone cobrar el mismo caché o superior al habitual, por tocar la mitad de tiempo y gastando una decima parte en producción de lo que supondría actuar en un evento propio. Resultado, ver a bandazas, tampoco diré nombres, repetirse hasta la saciedad durante veinte fines de semana seguidos, ofreciendo un rácano repertorio, con mal sonido en la mayoría de ocasiones y dando la sensación de estar allí de visita para salir corriendo lo antes posible. Por otro lado, los llamados “emergentes”, cobrando dietas y desplazamientos en el mejor de los casos y pagando por tocar, les prometo que conozco bandas que lo han hecho, en los casos más rastreros (rastreros los casos, no las bandas… a ver si me van a montar a mi también una rueda de prensa inquisitoria).
Por supuesto, también hay festivales más modestos hechos desde el cariño, con objetivos reales y sostenibles, programaciones que atienden a “un porqué”. Festivales incluso autogestionados y sin ayudas institucionales que cuidan al público, que sin ser masivo y asistiendo también con el legítimo objetivo de divertirse y desconectar de sus respectivas vorágines cotidianas, ponen como prioridad para su cita festivalera disfrutar de la música.
No les quiero aburrir, pero como ven, esto da para otro ratico de escritura. Así que lo dejamos aquí y les emplazo a una segunda parte que complete lo aquí contado. Haremos un repaso por los festivales que lo intentaron en nuestra querida Cieza, unos murieron y a otros nos los cargamos.
Gracias por aguantarme y disfruten de la música en directo.
Hasta pronto.